¡Qué solos se han quedado los protagonistas de los anuncios de Apple! Basta echar un vistazo al anuncio de sus gafas Vision Pro para deprimirse un rato. Guapos jóvenes girando la cabeza en todas las direcciones, con una sonrisa artificial en el rostro y viendo pelis, muchas pelis, en habitaciones vacías. ¿Eso es el futuro? Queda el consuelo de que, por el módico precio de 3.500 dólares, sólo podrán permitírselo los ricos.
El bajón es grande cuando una voz en off te asegura que el objetivo de su nuevo producto no es que te quedes aislado. Menos mal. "Cuando hay alguien en la sala, puedes verlos y ellos pueden verte a ti". De nuevo, menos mal. La compañía que viene a descubrirte una nueva forma de vivir tiene antes que asegurarte que no te irás chocando contra los muebles de tu casa ni arrollarás a tus hijos.
"En lo que respecta a la comunicación, es necesario estar muy convencido de que lo que tú ofreces es lo mejor", le he leído hace poco al publicista Toni Segarra.
Apple una vez lo estuvo. La compañía vino a sustituir la religión y Steve Jobs quiso ser el mesías de la era tecnológica. Y, en cierta manera, lo consiguió. Cuando en 1984 lanzó su provocador anuncio contra la era del Gran Hermano, era fácil creer que iba a liderar el futuro. Es más, era fácil creer que el futuro lo iban a construir ellos.
Apple leyó bien el momento en 1984. Lo volvió a hacer en 1997, cuando presentó a Jobs como un genio a altura de John Lennon, Einstein, Martin Luther King o Gandhi. Y una vez más en 2013, cuando utilizó la figura del adolescente eternamente enganchado al móvil y que empezaba a preocupar a la sociedad para darle la vuelta a la angustia colectiva y ofrecer un vídeo lacrimógeno y familiar.
¿Tienes preguntas? Apple tiene las respuestas. Aunque no fuera la intención de la empresa encarnar esa metáfora (o eso dicen), no deja de ser revelador que su logo reivindique la manzana mordida que separó al hombre de Dios por el afán de conocimiento.
En este tiempo, Apple ha querido competir con el cristianismo en la tarea de dar sentido a la existencia, de conocer al ser humano mejor que nadie, de generar un lugar de encuentro y de ofrecer un camino a la felicidad.
El lanzamiento del primer iPhone, allá por 2007, fue una declaración de intenciones. Un dedo se extiende para tocar la pantalla iluminada y el eslogan no deja lugar a dudas: "Tocar es creer". Una respuesta a la incredulidad de Santo Tomás desde un dios-progreso en el que, a fuerza de aceptar condiciones de servicio que nadie entendía, la sociedad había puesto su confianza.
Años después, Apple trae como innovador un producto que ofrece lo mismo que lleva creando los últimos años: un ladrón de tu atención y de tu dinero. Pero más grande, más cercano, más metido en tu casa. Y para qué llevarlo en el bolsillo si lo puedes llevar en la cara. Justo lo que necesita el ciudadano explotado, precario y sobreestimulado del siglo XXI.
Las tecnológicas nos iban a guiar a todos a la tierra prometida y, una vez hemos llegado, resulta que era un cine a pantalla completa en tu salón. Con más metros cuadrados que tu casa real, eso sí, y con audio inmersivo. Pero, ojo, que no te quieren aislar. La promesa es como esa llamada a las tres de la mañana de un exnovio borracho que te asegura que va a cambiar.
Esto no es un manifiesto ludita. Quien dice que la tecnología no ha hecho más que empeorar nuestras vidas no ha tenido que mantener el contacto con su familia a kilómetros de distancia. Ni organizar una resistencia clandestina en un país dictatorial. O, simplemente, hacer una videollamada con sus padres durante una pandemia.
Sin embargo, es triste que detrás de las Vision Pro lata la idea de que la realidad no merece ser vivida tal y como es. Y eso genera desconfianza, porque no puedes dejar el futuro del mundo en manos de quien no lo ama. Una empresa que asegura conocer mejor que nadie los deseos del ser humano y lo acaba encerrando frente a una pantalla se ha perdido algo por el camino.
El publicista inglés John Hegarty decía a las marcas que hay que ir a contracorriente: "Cuando todo el mundo está centrado en una cosa, tú deberías ir al lado contrario".
Quizá, lo más revolucionario sería contarle a la gente que la vida vale la pena con sus luces y sus sombras. Y que los seres humanos están hechos para algo más que para ser meros consumidores. Que ante un niño que llora en un avión puedes poner mala cara y evadirte con tus Vision Pro, o acercarte a una madre agotada para ofrecerle, aunque sea, un gesto de empatía.
"Ser buen prójimo en las redes sociales quiere decir estar presente en las historias de los demás, especialmente en las de quienes sufren. Abogar por mejores ambientes digitales no significa desviar la atención de los problemas concretos que padecen muchas personas. Hambre y pobreza, migración forzada, guerra, enfermedad y soledad, por ejemplo", afirma un documento del Dicasterio de la Comunicación de la Iglesia Católica que ha sido publicado (qué visionarios son a veces estos curas) una semana antes del lanzamiento de Apple.
Sorprende el texto por lo lúcido al asumir lo absurdo de plantear el mundo offline y online como una dicotomía entre la que hay que elegir. Y ofrece esperanza por su inconformismo: "La web social no está grabada en piedra, podemos cambiarla".
"¿Cuánto pesan? ¿Cuánto cuestan? ¿Cuánto le dura la batería? ¿Es compatible con los AirPods?", preguntan mientras en Twitter a Tim Cook. Elijan sus preguntas sobre las que construir el futuro. Yo tengo claras las mías. Y si el premio es la tierra prometida, no me conformo con que sea realidad virtual.