Estuve el otro día en un pueblecito de apenas 2.000 habitantes. Su realidad, me explicó el alcalde, es la misma que la de "muchísimas" localidades con dimensión similar. Nos cruzamos en la plaza de la iglesia. Los parroquianos preguntaban con curiosidad por la inauguración de la mezquita unas cuantas calles más allá.
Puse la oreja. Luego asalté al alcalde y charlamos un rato. Confirmó con algunos datos lo que yo había visto en mi paseo. El pueblo ("los pueblos", podemos decir por la extensión de esta realidad a través de todas las comunidades) aloja dos núcleos alrededor de los cuales giran vidas paralelas. Líneas rectas, como nos decían en el colegio, que jamás se juntan. El primero, la iglesia. El segundo, la mezquita. De ahí a la plaza, al mercado, a los huertos. Siempre por separado: musulmanes y cristianos.
En una esquina, esperanzado, intenté atisbar saludos (¡aunque fueran discretos y con un levantamiento de cejas!) entre las partes. Ni uno. Daba igual la edad, mayores que niños. Me intrigó, y me intriga, cómo es la vida en la escuela, el único lugar donde verdaderamente coinciden.
El alcalde me contó que los musulmanes van comprando poco a poco, a muy bajo precio, las casas en peligro de derrumbamiento. Son casas grandes, de madera podrida y piedra rota. Incluso de ventanas rotas. Primero, la mezquita fue un garaje sin apenas ventilación. Hoy, la mezquita es una hidalga mansión convenientemente reformada y con una bonita decoración en la entrada que informa, de un vistazo, de qué lugar se trata.
El alcalde está desesperado. Este es uno de sus principales desafíos de gestión (la convivencia) y no sale en ningún periódico. Mucho menos en los discursos de los líderes políticos nacionales, incluido el de su partido.
Este alcalde asistió a la inauguración de la mezquita. Institucionalmente, podría decirse entonces, la relación es "correcta". Pero ese gesto en busca de la integración no ha logrado impulsar actitudes similares entre los vecinos.
El alcalde afronta un dilema complicado. Por un lado, debe conseguir que el pueblo mantenga su identidad y sus tradiciones, lo que podríamos llamar la "cultura judeocristiana". Por el otro, debe garantizar la convivencia entre los distintos.
Se me olvidó preguntarle al alcalde si ha leído Sumisión de Houellebecq, esa Francia ficticia donde el islam, de pronto, acude a las urnas y acaba gobernando el país. Hay una realidad que me llama la atención: los musulmanes que residen en estos pueblos no se presentan a las elecciones. Si lo hicieran, por un mero cálculo proporcional, disputarían las alcaldías.
Y digo que me llama la atención porque tendría lógica política que se constituyeran en una agrupación de electores. Si representan un tercio de la población de un pueblo, ¿cómo no van a intervenir en las instituciones que los gobiernan? Dicho de otra manera más provocadora. Si no son la bisagra fundamental para cientos de alcaldías, es gracias a su merced, o gracias a esa tendencia a conformar guetos.
Por tanto, esa integración, supongo, puede operar como un arma de doble filo en las mentes cínicas y tacticistas de nuestros gobernantes: si no se integran, la convivencia resulta complicada, pero "mantenemos el poder". A costa, claro, de diluir esa mencionada "cultura judeocristiana". Porque operaría el factor actual: cada vez menos occidentales en los pueblos, cada vez más musulmanes. Si el islam, en cambio, se integra y se presenta, mejora la convivencia pero... ¿se pierde el poder?
Reconozco que la disyuntiva es difícil. No sólo desde un punto de vista político, sino también social. Pero lo que me asombra es que estas preguntas, a ojos de la mayoría, se aparecen como un ejercicio de política-ficción. Y responderlas de la manera que mejor podamos es clave para el futuro.
También resulta asombroso que el mero planteamiento de estos temas sea contemplado como un ejercicio de "racismo" en la mirada de una parte de la izquierda política. El problema no es la inmigración musulmana, sino la falta de integración que se está produciendo. Eso es lo que genera inseguridad y problemas de convivencia. El "racismo" pasa por la incapacidad a la hora de disociar estos dos factores. Y eso ocurre en una parte de la derecha política. Así que estamos apañados.
La mayoría de analistas que abordan la inmigración musulmana lo hacen con tono pesimista. Dibujan el apocalipsis. Algo así como: "Vienen muchos a los lugares de donde los españoles se van. Va a desaparecer nuestra manera de vivir". Lo sostienen con datos presentes y proyecciones a futuro.
A mí me gustaría pecar de ingenuidad. Creo que siempre existe, como decía Brines, "una rendija por la que se cuela la luz". La vi, en este pueblo, en los ojos de los niños. De momento, apenas se mezclan porque no lo ven en sus mayores. Pero para eso están los colegios. Ese es el espacio donde pueden confluir. Y que luego sea normal en la calle lo que ya sería en las escuelas.
La integración, asignatura difícil o imposible, es la única solución. Porque de ese modo, aunque esto no entre en el análisis estratégico de los políticos de hoy, ya no habría partidos de cristianos frente a posibles partidos de musulmanes. Sino partidos políticos realmente aconfesionales, con líderes de distintas religiones.
Ladran los pesimistas, cabalgamos los ingenuos. Ladran los que proponen como único remedio la expulsión (paradójicamente son estos los únicos que dicen defender los valores caritativos del Evangelio), cabalgamos los que tenemos claro que la situación de hoy, ¡sin integración ni nada que la propugne!, nos lleva a la desaparición de una manera de vivir.