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En esta fotografía, el presidente fortuito de una región rica e ilustrada de Europa vota el advenimiento de la república catalana y sanciona el mayor salto al vacío en la historia reciente de España. Hay algo terrible en su sonrisa y en su indolencia en el momento de tender la papeleta. Recordaría a La creación de Adán, según la versión del Génesis concebida por Miguel Ángel para la Capilla Sixtina, de no ser porque lo que se alumbra en ese instante no es la chispa de la vida, sino un paisaje de incertidumbre y caos impropio del siglo en que vivimos en esta parte del mundo.
El fotógrafo ha girado levemente la cámara, lo que mejora el escorzo del brazo y permite una visión inclinada de las columnas góticas y la cortina del fondo. El atrezo desafiando las leyes de la gravedad confiere al gesto de Puigdemont la perspectiva exacta de su obra.
Lo del viernes pasará a la historia universal de la infamia porque el presidente de Cataluña ha hecho cuanto puede para revertir a manotazos tres décadas de cierta prosperidad, paz y autogobierno.
Carles Puigdemont ha declarado la independencia, lo que devuelve a España y a Europa a la peor versión del siglo XX. La respuesta de Rajoy parece audaz, pero no se resolverá con esgrima electoral este golpe de Estado: hay que sofocar la rebelión y apresar a los sediciosos.
Puigdemont ya ha dicho que no reconoce su destitución y podría convocar elecciones constituyentes para malbaratar la oportunidad que nunca quiso de medirse en las urnas. Mientras, utiliza de escudo la calle, que ya es un hervidero de muchachos con esteladas dispuestos a reinterpretar el sitio de Barcelona de 1417 o la resistencia que no opusieron sus abuelos a los nacionales en el 39, según la propaganda de las diadas y TV3.
Nunca se había puesto en riesgo la estabilidad continental tan gratuitamente. ¿Cataluña como vórtice después de la mejor etapa de nuestra historia? El sucio, el espurio, el bastardo régimen del 78 ha sido un remanso extraño que Puigdemont perturba convencido quizá de que tras un breve turbión aparecerán las murallas de Arcadia. Es increíble porque desde fuera se percibe muy distinto panorama: la inevitable represión del Estado y el mambo de la CUP como dinamo de una insalvable fractura.
Nadie sabe cómo acabará esto ni cuáles serán las consecuencias, pero ya no es infrecuente que en las conversaciones sobre Cataluña alguien pregunte si habrá muertos. Y cuántas serán las víctimas futuras -principalmente jóvenes y estúpidos- que habrán de tapizar las calzadas de “la Suiza del Sur” como tributo de una liberación obtusa. ¿Cómo se puede liberar Cataluña de un Estado que lleva décadas sin aparecer?
Es lógico que estos temores se planteen porque el miedo es libre y porque nunca fue cicatero en sangre “este país de todos los demonios donde la tragedia es un estado místico del hombre”, que dijo aquel poeta magnífico, españolazo y catalán, llamado Jaime Gil de Biedma.