En Turquía la democracia está en peligro
En su día, los turcos se vieron capaces de fusionar la cultura musulmana con la democracia occidental y el secularismo. Eso es algo que ya nadie se cree.
Cualquiera que haya visitado el centro de Ankara, la capital de Turquía, se habrá fijado en la Estatua de la mujer -una escultura de bronce que representa a una joven que lee un libro-. Diseñada por el artista turco Metin Yurdanur, la obra se conoce como el Monumento a los Derechos Humanos, porque la mujer representada está leyendo la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Yo era una estudiante universitaria cuando se erigió la estatua en 1990. Nos sentábamos alrededor de ella durante horas a beber cerveza, fumar cigarrillos y escuchar rock mezclado con el sonido que producen al golpearse las piezas de backgammon de los bares y las casas de té cercanas. La escena era una mezcla de mundos opuestos: Oriente y Occidente, tradición y modernidad, religión y secularismo. Podría resultar algo confuso a ojos ajenos, pero a los turcos normalmente no nos importaba. Ser turco significaba de algún modo estar confundido en lo que se refiere a la identidad.
Con el paso de los años, el monumento adquirió notoriedad política. Cada vez que el Gobierno intensificaba su represión en las áreas turcas de mayoría kurda y negaba a sus habitantes la igualdad de derechos, incluido el derecho a la educación en su lengua materna, los activistas kurdos se concentraban ante la Estatua de la mujer para hacer públicos sus comunicados de prensa. Otros les imitaron: secularistas, sectas religiosas turcas, grupos que defendían los derechos de las mujeres, minorías sexuales; en definitiva, cualquiera que creyera que sus voces estaban siendo silenciadas por el régimen.
En el último año, la Estatua de la mujer ha estado más concurrida que nunca. Después del intento de golpe de Estado de julio de 2016, que dejó más de 200 muertos y traumatizó al país entero, el presidente Recep Tayyip Erdogan declaró el estado de emergencia.
Durante unos días hubo consenso nacional de condena del golpe, con la izquierda y la derecha unidas. Pero la armonía no duró mucho. El Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), el del presidente, inició una dura purga. Desde el pasado verano, 50.000 personas han sido detenidas y alrededor de 200.000 personas han sido despedidas del trabajo.
La represión ha sido especialmente dura para los periodistas, escritores e intelectuales. Se han cerrado más de 150 medios, Wikipedia se ha prohibido y se ha encarcelado a más de 150 periodistas, pero es que se han hecho listas negras con un número aún mayor.
Académicos cuyo único crimen fue firmar una petición de paz han sido despedidos, detenidos y estigmatizados. Una vez que se les ha demonizado públicamente, estas personas no pueden encontrar trabajo en otra universidad turca. Dos de ellos, Mehmet Fatih Traş y Mustafa Sadık Akdağ, acabaron suicidándose.
Según las leyes, todo el mundo es inocente hasta que se demuestra lo contrario. En Turquía, ahora sucede al revés. Gente de todo el espectro ideológico ha sido inculpada sin motivo de crímenes a la espera que demuestre su inocencia. Es el caso del icónico periódico de la oposición Cumhuriyet, cuyos editores fueron acusados de conspirar en el golpe de Estado, una imputación que nadie se tomó en serio. Siete trabajadores ya han salido de la cárcel, pero otros cuatro siguen en prisión, incluidos los conocidos periodistas Ahmet Sik y Kadri Gursel.
Entre los cientos de personas que han organizado protestas y sentadas alrededor de la Estatua de la mujer ha habido un caso que ha atraído la atención de todo el país: es el de Nuriye Gulmen -profesora de literatura- y Semih Ozakca -maestro de primaria-, que fueron apartados ilegalmente de sus plazas. Los dos se pusieron en huelga de hambre y se mantuvieron solo con una dieta a base de suero y agua con azúcar. El apoyo a su causa creció tanto nacional como internacionalmente. La policía dispersó la sentada en mayo, detuvo a quienes les apoyaban y bloqueó la zona con barricadas. Gulmen y Ozakca fueron encarcelados.
Cuando empezó a surgir una nueva campaña que urgía a los ciudadanos a apoyar a los dos profesores en huelga de hambre cantando canciones e himnos, la Oficina del gobernador de Ankara prohibió ese tipo de actividades después del anochecer.
La trayectoria política de Turquía ha mostrado al mundo la fragilidad de la democracia, un delicado ecosistema de control y equilibrios que requiere para sobrevivir de una prensa libre y una sociedad civil concienciada. La élite del partido AKP, liderado por el presidente Erdogan, asume erróneamente que tener la mayoría en las urnas le legitima y le da poder para hacer lo que quiera. Pero no es así. El voto es sólo uno de los componentes necesarios para que una democracia funcione correctamente. La democracia también requiere de la separación de poderes, del Estado de derecho y de la libertad de prensa y académica, entre otras cosas. Todos estos componentes se han roto en Turquía.
Según han crecido el nacionalismo, el islamismo y el autoritarismo, también lo ha hecho el sexismo. Turquía ocupa la posición 130 de 144 países en el Informe de la brecha global de género publicado por el Foro Económico Mundial. El acoso sexual es elevado. Recientemente, el AKP intentó aprobar una ley que permitía a los violadores evitar el castigo si se casaban con sus víctimas. Después de las protestas de las mujeres se retiró el proyecto legislativo.
El sentimiento que reina entre los progresistas turcos es que nuestro estilo de vida está en riesgo y que el secularismo está siendo sistemáticamente socavado. Más de un millón de estudiantes se han matriculado en escuelas imán-hatip, colegios vocacionales diseñados para formar imanes y proveer de una potente educación religiosa, cuando en 2002 el número de sus alumnos era de 71.000.
Turquía se está volviendo más religiosa, más paranoica y cada vez más encerrada en sí misma. Nos hemos convertido en un país en el que los profesores pueden ser detenidos sin razón, donde se prohíbe cantar y los intelectuales y escritores pueden ser acusados de mandar mensajes subliminales a la sociedad. Nadie se siente seguro ni sabe cómo puede mejorar la situación, y ni siquiera si lo hará alguna vez. La desaparición de la inestable democracia turca nos muestra que la historia no se mueve necesariamente hacia delante. A veces retrocede.
*** Elif Shafak es una reconocida novelista gracias a títulos como 'El bastardo de Estambul' y 'Las 40 reglas del amor'. También es comentarista política y conferenciante).