Durante más de quince años yo he vivido a menos de dos kilómetros de ese parque de Lardero en el que el pequeño Alex jugaba alegremente el jueves. La felicidad de mi infancia y adolescencia en Logroño está en gran parte asociada a la casa de campo que tenían mis padres a dos o tres paradas de autobús de donde vivían los padres de Alex. Esa era la zona que recorría con mi bici, por la entonces llamada carretera de Soria, cuando yo tenía la edad de Alex.

Javier Muñoz

Lardero tenía entonces menos de dos mil habitantes. Era un pueblo agrícola al que la expansión inmobiliaria de carácter residencial empezaba ya a engullir como barrio de la capital. Ha pasado más de medio siglo y esa población se ha cuadruplicado, pero mi hermano y mis hermanas siguen teniendo chalés en el mismo sitio, en los que viven durante mayor o menor tiempo del año con sus hijos y nietos, y donde nos juntamos por Navidad.

Al saber lo ocurrido allí, cuando un depredador sexual reincidente se acercó a Alex y le engañó para que le acompañara a su casa, mi estremecimiento fue por lo tanto triple. Habían asesinado vilmente a un niño, podía haberle ocurrido a alguien de mi familia y si aquella bici de mi infancia hubiera viajado por el túnel del tiempo, podría haberme ocurrido a mí.

No puedo ni quiero desprenderme pues de esa empatía con la familia, vecinos y amigos de la víctima. Pero, aunque los hechos hubieran ocurrido en cualquier otro lugar de España o incluso en Sebastopol, los datos que he ido conociendo en las últimas horas transformarían de la misma manera el estremecimiento en incontenible y exigente indignación.

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Resulta que el tal Francisco Javier Almeida, condenado ya en el 93 a siete años por la agresión sexual a una niña, fue excarcelado en mayo del 97. Un año después cometió el llamado "crimen de la inmobiliaria" que conmocionó a la sociedad logroñesa. Fingiendo estar interesado en la compra de un piso se hizo acompañar al inmueble por la joven agente Carmen López. Allí la atacó de espaldas, comenzó a apuñalarla y la agredió sexualmente, con la particularidad de que, según el informe forense, las primeras puñaladas le provocaron heridas leves y sólo las últimas pretendieron su muerte, tras provocarle un “fuerte padecimiento”.

“La víctima apenas tuvo posibilidad de defenderse y sufrió horrorosamente”, declaró el policía que encontró el cadáver e investigó los hechos. “He visto homicidios con más puñaladas, pero nunca como estas para gozar de la muerte lenta”, explicó sobrecogida la fiscal en sus conclusiones. “La maldad por la maldad existe”.

El jurado popular declaró a Almeida culpable de asesinato y agresión sexual con alevosía y el juez le impuso la pena más alta prevista entonces por el Código Penal -30 años de reclusión- “por la especial crueldad” con que consumó sus delitos. La sentencia estableció que había actuado en pleno uso de sus facultades.

Estos terribles antecedentes pesaron sin duda en el criterio de la mayoría de los miembros de la Junta de Tratamiento de la prisión del Dueso cuando, en noviembre de 2019, acordaron denegar a Almeida el tercer grado que le permitiría salir de la cárcel durante el día y regresar sólo a dormir de lunes a viernes.

Su defensa recurrió  por vía administrativa y la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias revocó en febrero de 2020 el criterio de los técnicos que trataban a diario al recluso y le conocían de cerca, concediéndole el tercer grado. La fiscalía no recurrió y la resolución se hizo firme.

La Secretaría General de Instituciones Penitenciarias revocó en febrero de 2020 el criterio de los técnicos que trataban a diario al recluso y le conocían de cerca, concediéndole el tercer grado

Fue una decisión doblemente trascendente para el fatal destino del pequeño Alex. Por un lado, porque permitió el traslado del recluso de la cárcel ubicada en Santoña a la de Logroño y pronto se le vio deambular por las calles y bares de Lardero. Pero sobre todo porque posibilitó que el juez de vigilancia penitenciaria le concediera la libertad condicional, al ser la clasificación en tercer grado condición sine qua non para obtenerla.

Almeida quedó pues en libertad el 8 de abril de 2020 tras haber cumplido algo menos de 22 de los 30 años de condena. Toda una ironía, a la postre trágica, pues coincidía con el momento álgido del confinamiento que mantenía encerrada en casa a la mayor parte de la población.

Luego llegó la nueva normalidad y con ella los primeros episodios, rumores y comentarios en Lardero sobre un hombre que merodeaba en pos de niñas a las que trataba de engatusar para llevárselas a su casa. “Subid a ver unos pajaritos”, les decía. En uno de esos últimos incidentes unas niñas se hicieron un selfie fotografiando a Almeida en la ventana del edificio al que les había invitado a entrar.

Ellas no se fiaron. Alex, disfrazado de niña por Halloween, al parecer sí. Y pagó horriblemente con su vida.

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Es obvio que la responsabilidad penal del crimen atañe única y exclusivamente a su autor y vuelve a subrayar la condición patológica y recurrente de los delincuentes sexuales y el acierto del legislador al introducir la prisión permanente revisable, con la que sin duda habría sido condenado Almeida tras el horrendo “crimen de la inmobiliaria”. Pero ¿y la responsabilidad política?

Porque política y no técnica fue la decisión de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias de concederle el tercer grado que le permitió volver a buscar nuevas víctimas y consolidar esa situación a través de la libertad condicional.

Poco podría alegarse si el tercer grado se lo hubiera concedido la Junta de Tratamiento. Cabría todo lo más reclamar una revisión de sus criterios técnicos; pero, por muy profesional que sea la motivación, siempre cabe el error humano.

Las cosas cambian radicalmente cuando quien decide es una instancia no sólo política, sino politizada e ideologizada. Las primeras pistas del trasfondo de la concesión de un tercer grado como este las encontramos en las manifestaciones del Secretario General de Instituciones Penitenciarias, Ángel Luis Ortiz, en un coloquio celebrado el pasado mes de julio, en el que calificó nuestro sistema de prisiones como “tremendamente duro” y alegó que muy pocos de los que salen de prisión reinciden.

Las cosas cambian radicalmente cuando quien decide es una instancia no sólo política, sino politizada e ideologizada

El hecho de que fuera asesor jurídico de la misma Manuela Carmena que había escandalizado a propios y extraños propugnando “vaciar las cárceles” también proporcionaba un indicio circunstancial.

Pero el elemento definitivo que enmarca lo sucedido lo encontramos en el ejemplar de la revista especializada La Voz del Patio correspondiente al periodo diciembre 2019-febrero 2020. En su página 8 arranca una extensa entrevista con Ángel Luis Ortiz cuyo principal titular dice: “Mi objetivo es que se incremente el número de presos en tercer grado”.

Cabría pensar que tal vez ese título sea una simplificación de un planteamiento más matizado, pero la reproducción literal de la pregunta y la respuesta disipa esa hipótesis.

“¿Cuáles son los principales objetivos que se ha marcado como responsable de las prisiones españolas?”, inquiere el entrevistador.

“Me marqué tres objetivos principales al llegar al cargo”, contesta Ortiz. “El primero consistía en incrementar el número de terceros grados. Cuando llegué, el 15,9% de toda la población reclusa tenía el tercer grado, porcentaje bajo si se compara con otros países de nuestro entorno, lo que lo convertía en un reto prioritario.

“Mantuve varias reuniones con los directores de prisiones en las que se habló de intentar incrementar ese porcentaje, dentro de la legalidad y porque el marco jurídico español así lo permite. Gracias a ello, en el año y medio que llevo en el cargo se ha conseguido subir en dos puntos, estamos casi en el 18% que sigue siendo bajo, por lo que es un objetivo que continúa estando en vigor”.

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La confesión de Ortiz no puede ser más elocuente. O sea que el “primer objetivo”, la gran prioridad del Director General de Instituciones no es que las cárceles sean más seguras, que haya menos fugas, menos agresiones a funcionarios, mejor reeducación o menos tasa de reincidencia cuando se cumplan las penas, sino incrementar la concesión de terceros grados para que haya el mayor número posible de delincuentes en semilibertad.

Y Ortiz lo plantea como quien afronta una cuestión de productividad. Como si fuera el gestor de una fábrica de concesión de terceros grados. Por eso se jacta de haber conseguido “subir en dos puntos” la tasa de reclusos agraciados con ese beneficio. Por eso explica que se ha reunido con los directores de las cárceles para “intentar incrementar ese porcentaje” porque “sigue siendo bajo”.

En esas le llegó el turno a Francisco Javier Almeida. Si el Secretario General de Prisiones, preocupado por lo “tremendamente duro” del régimen carcelario, no hubiera estado en plena campaña de ‘fabricación’ de terceros grados, habría habido bastantes más posibilidades de que Almeida hubiera cumplido íntegra su condena y de que Alex hubiera celebrado su 18 cumpleaños tan feliz y extrovertido como cuando tenía 9.

Si Ortiz no dimite, debe ser destituido. En cuanto a Marlaska, ninguno de los ministros que se ha ido voluntariamente a su casa durante nuestros 44 años de democracia tenía un motivo tan grave para hacerlo.

Si Ortiz no dimite, debe ser destituido, aunque sólo sea como muestra de solidaridad con el dolor propiciado por su mal ponderada política. En cuanto a Marlaska él verá donde coloca el listón de su responsabilidad in eligendo e in vigilando, teniendo en cuenta que el mal elegido y peor vigilado es un amigo personal, hombre de confianza y compañero de promoción. Ninguno de los ministros que se ha ido voluntariamente a su casa durante nuestros 44 años de democracia tenía un motivo tan grave para hacerlo.