Brasil vuelve a las urnas en 2022 enfrentando a tres viejos conocidos: Jair Bolsonaro, el actual presidente del país, Lula da Silva el expresidente excarcelado y Sérgio Moro, el juez que encarceló a Lula y luego se hizo ministro del Gobierno de Bolsonaro. Tres candidatos cuyo destino parece estar unido: la historia de uno no se entiende sin la historia de los otros dos.
Jair Bolsonaro, excapitán del ejército, llegó al poder en 2019, después de ganar las elecciones presidenciales. Lo hizo contra Fernando Haddad, candidato del Partido dos Trabalhadores, obligado a presentarse tras la prisión de Lula da Silva. El entonces líder del PT, partía como favorito de los sondeos, pero fue obligado a retirarse después de que Sérgio Moro, entonces juez de Curitiba, le condenara a 12 años de cárcel por el caso Lavajato, lo cual le inhabilitó para el ejercicio de cualquier actividad política. El juez, fundamental en la inhabilitación de Lula, se hizo ministro de Justicia de Bolsonaro, pero acabó saliendo del Gobierno, enemistado con el presidente, al tiempo que veía el Tribunal Supremo anular su condena a Lula por falta de imparcialidad.
La historia, digna de un culebrón, tiene su próximo capítulo este 2022, cuando, el 2 de octubre, los tres se enfrenten en las papeletas que decidirán el próximo presidente de Brasil. Por lo pronto, Lula parte con ventaja. Los sondeos le dan la victoria con más de un 40% de los votos y una amplia ventaja sobre el ultraderechista Bolsonaro, al que le otorgan entre un 20% a un 25%. Más lejos está aún Sérgio Moro, que conseguiría un 10% de los votos. Algunas encuestas proyectan incluso que el petista podría ganar en la primera vuelta.
Lula se lo cree y promete "reparar el país". "Si ganamos estas elecciones, vamos a dedicar cada minuto, cada hora y cada semana a reparar este país", ha dicho. "Brasil no necesita una revolución, sino tener un Gobierno más humano que resuelva la crisis de transmisión de odio, moral y de falta de cariño que ha promovido Bolsonaro".
El expresidente brasileño ha estado de gira por Europa antes de fin de año y ha sido recibido por varios jefes de Estado europeos, reiterando que, cuando gane las elecciones, recuperará la diplomacia internacional brasileña que Bolsonaro ha desbaratado estos años. El canciller alemán, Olaf Scholz, el presidente francés, Emmanuel Macron, y el presidente español, Pedro Sánchez, se reunieron con Lula que visitó también el Parlamento Europeo.
El expresidente brasileño vuelve a la escena política nacional e internacional con la cabeza erguida, tras más de 580 días en la cárcel. La Corte Suprema le anuló las dos condenas por corrupción, lo que le permitió a su vez recuperar sus derechos políticos, y a partir de ahí el resto de investigaciones penales que le cercaban han ido archivándose una a una. Durante todo este tiempo, desde la cárcel, Lula clamó por su inocencia, se decía víctima de una persecución política y aseguraba que lo demostraría.
"Mi condena es una farsa judicial, una venganza política, usando medidas excepcionales en mi contra. (...) No quieren inhabilitar al ciudadano Lula, quieren inhabilitar al proyecto de Brasil aprobado en cuatro elecciones consecutivas", aseguraba.
El 'superministro'
Y sus quejas se han redoblado después de que Sérgio Moro, el juez responsable por su condena y él que era la cara de la lucha anticorrupción, aceptara entrar en el Gobierno de Bolsonaro. El juez encabezó un superministerio, que incluya la cartera de Justicia y la de Seguridad Pública, por lo que tendría a su cargo la Policía Federal también, años después de asegurar que "jamás" entraría en política. Para Lula y el PT, el último movimiento de Moro era la demostración de que todo el proceso judicial contra el expresidente de Brasil tenía motivaciones políticas.
Pero el idilio con Bolsonaro duró poco. Poco más de un año después de la toma de posesión del presidente ultraderechista, Moro abandonó el Gobierno. En abril de 2020, Sérgio Moro anunciaba su dimisión. El juez sugirió que existían "interferencias políticas" en la lucha contra la corrupción, entre ellas la decisión de Bolsonaro de destituir de la dirección de la Policía Federal a Mauricio Valeixo, un hombre de la plena confianza del ministro. En su discurso, Moro acusó también a Bolsonaro de intentar interferir en el trabajo de la Policía Federal, mientras el presidente negaba las acusaciones y señalaba que estaban motivadas por el ego de Moro.
Moro dimitió, pero el salto a la política ya estaba consumado: el exjuez salía del Gobierno con una gestión aprobada por cerca del 60% de los brasileños y abría la puerta a una carrera más allá del Ministerio de Justicia. Por eso, a nadie le sorprendió que anunciara su candidatura a las presidenciales del año que viene. Moro se presentó como un hombre íntegro, guiado por sus ideales y no por interés personal, que quiere reconciliar el país, acabar con la polarización, combatir la corrupción, erradicar la pobreza y defender la austeridad.
Moro se presenta como la tercera vía, el hombre de centro en un Brasil polarizado y la respuesta a los que se sienten huérfanos de candidato. Sin embargo, ha perdido el aura de superhéroe contra la corrupción que le hizo llegar a las portadas de los periódicos. Los votantes de izquierda le ven como un brazo de la misma corrupción que dijo combatir, un instrumento para llevar a Lula a la cárcel y apartarlo de la lucha política. En la derecha, los afines a Bolsonaro le consideran un traidor.
Los sondeos no le dan más de 10% de los votos y no parece ser capaz de hacer tambalear a los dos principales contrincantes. Pero es el único de los demás candidatos que se les acerca. Sobre todo porque la popularidad de Bolsonaro no para de caer.
Bolsonaro, a la baja
Según un sondeo del Instituto Datafolha de diciembre, seis de cada diez brasileños no confían en "nada" de lo que dice el presidente del país, un 53% reprueba la gestión del líder ultraderechista, mientras que un 24% la considera "regular" y un 22% cree que es "buena". Entre las posibles causas de ese alto rechazo figuran la crisis económica y sanitaria provocada por la covid-19.
Desde el inicio de la pandemia, Bolsonaro se ha posicionado como un negacionista. Primero diciendo que la Covid-19 era simplemente "una gripecita", circulando por las calles en plena cuarentena, asistiendo a actos públicos sin la mascarilla, abrazando y besando a partidarios sin cuidado alguno y con un desdeño constante frente a la enfermedad. Después, apoyando medicinas que no funcionaban como la hidroxicloroquina, o poniendo en duda la eficacia de las vacunas.
La gestión de la pandemia del coronavirus, que en Brasil ha provocado la muerte de más de 620.000 personas, ha pasado factura al mandatario. A día de hoy, Bolsonaro todavía no se ha vacunado. Durante su visita a Nueva York para discursar en las Naciones Unidas, publicó fotos en las que comía pizza en la acera, tras ser impedido de entrar en los restaurantes por no tener pasaporte Covid. En octubre, durante su conexión semanal en directo, llegó a afirmar que las personas totalmente vacunadas contra el Covid-19 pueden desarrollar el Sida. Las principales redes sociales apagaron el vídeo al considerar la noticia falsa.
Entre mayo y octubre, la Comisión de Investigación de la Pandemia del Senado brasileño sugirió que el Ejecutivo podría haber evitado al menos 400.000 muertes si hubiese implementado medidas más eficaces contra el virus, como el confinamiento. Y, en su informe final, acusó a Bolsonaro de crímenes contra la humanidad.
La crisis económica que afecta al país es otra razón de peso para explicar su pérdida de popularidad. Brasil está en recesión técnica y su PIB cayó un 0,1% en el tercer trimestre de este año. La inflación esta desatada y merma el poder adquisitivo de los ciudadanos. El real perdió un 10,4% en el segundo semestre del 2021. Esto se refleja en el precio de la gasolina, que aumentó un 70% este año, y por un efecto cascada en todos los demás precios, especialmente de los alimentos.
Bolsonaro también está siendo investigado por la Corte Suprema por el uso masivo de noticias falsas durante los primeros tres años de Gobierno, especialmente por la campaña de difamación que llevó a cabo este año contra el voto electrónico. Siguiendo la estrategia de Donald Trump, el presidente quería volver al voto impreso, alegando riesgos de fraude. Incluso llegó a amenazar con la suspensión de las elecciones presidenciales de 2022, algo que no es de su competencia, según la Constitución. Finalmente, el Congreso votó para mantener el sistema electrónico, considerado seguro e inviolable. El mandatario de Brasil es acusado de calumnia, difamación, injuria, incitación al crimen y asociación criminal, entre otros delitos.
Otro frente abierto son las investigaciones por corrupción. La principal salpica a su hijo, el senador Flávio Bolsonaro, acusado de malversación de fondos públicos durante su etapa como diputado en el Parlamento local de Río de Janeiro. Además, a principios de julio la Corte Suprema abrió otra investigación para determinar si Bolsonaro cometió un crimen de prevaricación en la compra de la vacuna india Covaxin. El Supremo también investiga si el mandatario intentó interferir en el trabajo de la Policía Federal, muy activa en los últimos años en la lucha contra la corrupción.
Además, el Congreso ha recibido más de 140 peticiones de 'impeachment' contra Bolsonaro, y aunque ninguna prosperó, señalan el estado del Gobierno brasileño.
A menos de 10 meses de las elecciones, el país vive ya una precampaña intensa en la que la polarización no da señales de tregua. Tras dos años de pandemia, con consecuencias devastadoras, las próximas elecciones serán fundamentales para el futuro del país.