La escritora Edith Wharton en Marruecos: crónica de una estancia brillante
Marruecos es un atracón de colores; una tarta de cumpleaños donde se comen hasta las velas; un lugar donde todo es fascinante (lo bueno y lo no tan bueno) y donde pasear por los zocos comprando telas, perfumes o alfombras se puede convertir en toda una aventura si el viajero no está preparado para el interminable arte del regateo.
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En Marruecos se aprende constantemente mientras se intenta salir de un laberinto de calles sin nombre y, en las noches de primavera, se pueden oler las flores con un aliento suave que mezcla el picante de sus aderezos con el aroma de la menta que baja de las montañas.
En tiempos pasados
Los exploradores que recorrieron este lugar en los tiempos en los que el país era un reino prohibido dejaron testimonios de paisajes misteriosos y murallas ruinosas asediadas por los bandidos. Marco Polo afirmó que el viento del desierto volvía frágiles y quebradizos a los hombres, sin saber que el viajero que superaría sus andanzas sería un musulmán llamado Shams ad-Din Abu Abd Allah Muhammad ibn Muhammad ibn Ibrahim al-Luwati, alias, Ibn Battuta.
Pasaron más de cuatro siglos desde que los aventureros y las aventureras escribieran sus memorias cuando una experimentada viajera desembarcó en el puerto de Tánger en el año 1917. Edith Wharton describe el inicio de su aventura afirmando: “todavía falta una guía de viajes para Marruecos, debería dar un primer paso para remediar esa carencia”.
Contracultura femenina
Wharton nació en Nueva York en el año 1862 y vivió buena parte de su vida en Francia. Fue una escritora prolífica que se supo desenvolver en una sociedad frívola como lo fue la época dorada en Estados Unidos y, cuando la vida le dio una oportunidad, se aferró a una alfombra mágica que la llevó a un país “demasiado extraño, demasiado hermoso, demasiado rico en paisaje y arquitectura y, por encima de todo, demasiado novedoso”.
Las dificultades que arrastraba el mundo en plena Guerra Mundial le dieron un paréntesis para “recorrer Marruecos desde el Mediterráneo hasta el Alto Atlas y desde el Atlántico hasta Fez”. Hoy es fácil seguirle los pasos a esta mujer empoderada que, a bordo de un coche militar, emprendió su viaje oriental sometido a las disposiciones occidentales. En otro momento hubiera sido mucho más complicado.
Marruecos, la fusión entre lo nuevo y lo viejo
“Dirijo la mirada hacia una tierra de neblina y misterio, una tierra de largos velos plateados a través de los cuales asoman las cúpulas y los minaretes, las imponentes torres y murallas de piedra rojiza, los cálidos palmerales y las nieves del Atlas”.
Wharton está de pie en un pórtico y, mientras sostiene un café con la mano, analiza el país misterioso que ha guardado su magia excluyendo a los extranjeros. “Desde la ventajosa posición que ofrece el nuevo Marruecos, el turista todavía puede acercarse al antiguo”. Y así empieza su aventura, en una Tánger de color azul pálido que vive apilado entre murallas marrones.
En esta ciudad vive Europa y todo lo europeo y, al abandonarla, se percata de los animales que pueblan el país y de sus prosaicos habitantes. “El paisaje siempre es el mismo; pero si os gustan los grandes espacios vacíos y los juegos de luz sobre largos tramos de tierra reseca y roca, esta uniformidad es parte de su encanto”.
El duro viaje del desierto
Los imprevistos no tardan en llegar y de camino a Rabat el vehículo en el que viaja se avería bajo un calor intolerable donde “el zumbido de las moscas se parece al sonido dela fritura”.
“Es buena cosa comenzar con un contratiempo así, no solo porque estimula el fatalismo necesario para disfrutar de África, sino porque también nos introduce de golpe en el misterioso corazón del país: un país tan profundamente marcado por sus kilómetros y kilómetros de desierto despoblado que, hasta que no se ha conocido dicho desierto, no se puede empezar a comprender las ciudades”.
Que no decaiga el ánimo. Una vez solventado el contratiempo, se les aparecen como si de un espejismo se tratara, Salé la blanca y Rabat la roja, contemplándose con el ceño fruncido por encima de la espumosa franja de Bou-Regreg.
Las ciudades marroquís, las ciudades infinitas
Dentro de la alcazaba de Rabat, la aventurera Edith Wharton se tropieza con un claustro decorado con tracería y poblado de naranjos. Ha llegado hasta la medersa (o universidad) de los udaya y, en Salé, la bella y compacta Salé, se introduce en el mercado para comprobar como una muchedumbre ataviada con velos y turbantes, chilla, regatea, agita los puños y maldice a los bellacos con los que están comerciando.
El ambiente huele a higos negros, cebollas y gallinas. La siguiente parada es Chella y la gran mezquita, describiendo sus contrastes como “el sueño de alguien que atraviesa el desierto en sus últimas fiebres” y, de ahí, un giro en la historia para entrar en el capítulo II y describir Volublis, Mulay Idriss y Meknes. Crónicas de reyes y palacios, prisioneros y mazmorras. Sultanes, ejércitos y joyas.
“En África, el amanecer es el momento más romántico del día”.
La llegada a Fez marca la lectura a mitad del relato. Quien haya estado en la ciudad amurallada encontrará en las palabras de la escritora cierta similitud con sus recuerdos. Fez, la ciudad de los lienzos, las almenas y la aristocracia.
Tras instalarse en Bou-Jelou, el palacio veraniego del harén del sultán, descubre la indiferencia que profesa el pueblo hacia todo tipo de objetos y recuerda su origen nómada. “No han sobrevivido ni cerámicas, ni bronces, ni esmaltes, ni tapices; no hay nada en Marruecos equivalente a los tejidos de Siria, ni a la alfarería de Persia ni a los marfiles bizantinos”. Sin embargo, a la escritora, le cuesta desembarazarse del destino y asume que la tristeza solamente la puede aplacar pensando en la siguiente parada.
Marrakech, la perla de África
“Quien quiera comprender Marrakech debe empezar por subir, a la puesta del sol, al tejado de la puerta de Bahía”. Wharton se queda sin palabras frente a la torre roja de la Kutubia y revive la belleza que se extiende desde el Guadalquivir hasta el Sahara.
Desde muy lejos le llega el aroma de los limoneros en flor y los jazmines, acompañados por el canto de un ave o el lamento de una flauta y, a su entrada en los souks encuentra la verdadera vida marroquí: niños con los ojos almendrados recorriendo los mercados, mujeres bereberes que comercian con sus mantas y fanáticos vestidos con pieles de cordero que miran los umbrales de las mezquitas.
En Marruecos el visitante encontrará todo lo que se esconde en las Mil y una Noches: “los nichos encalados donde pálidos jóvenes tejen las hermosas esteras que le han dado fama a la ciudad; los callejones con forma de túnel donde se ven indolentes mercaderes con los pies descalzos; tenderetes de pequeñas frutas, aceitunas, atún, extrañas golosinas almibaradas, velas para llevar a las tumbas de los santos, guirnaldas de pimientos que parecen salidas de un cuadro…”.
Viajar al pasado desde el libro “En Marruecos”, de Edith Wharton
Marruecos no ha cambiado mucho desde que Wharton lo visitara en el año 1917. De hecho, la recopilación de sensaciones que reúne en este precioso volumen contiene una característica única que hace la lectura doblemente atractiva: la visión clarividente de una mujer que vivió contra corriente todo tipo de aventuras.
“Tocar el pasado con las manos es algo que solo se lleva a cabo en los sueños; y en Marruecos la sensación de sueño lo envuelve a uno en cada paso”.