Relegada históricamente a un segundo plano, tildada de cruenta por un filicidio brutal y envuelta en conspiraciones de corte. Ahora una novela , La dama púrpura (Ediciones B), aborda el legado e impronta de Irene Sarantepechauna, quien a pesar de su enorme relevancia histórica resultó "olvidada por parte de los primeros bizantinistas". Como apunta el autor, Javier Torras de Ugarte, fue una emperatriz que de haber podido cumplir sus planes "habría cambiado el curso de la historia".
Tuvo la voluntad de unir el Imperio bizantino y carolingio, dos de las fuerzas más en ese momento, a través de su hijo Constantino y participó activamente en la defensa de la iconografía en pleno conflicto iconoclasta. Estos dos hechos avivaron aún más las llamas del descontento y la traición en la corte imperial para acabar con Irenen de Atenas.
Nacida en la ciudad griega en la primera mitad del siglo VIII y proveniente de una familia de la nobleza baja de Grecia Central, su matrimonio con Leon IV la convirtió en emperatriz de un imperio inmenso. Si bien Irene se granjeó poderosos enemigos al acceder al gobierno, como explica Javier Torras de Ugarte, tuvo que "acercarse al pueblo para poder sobrevivir dentro de la corte imperial", puesto que el favor de los poderes castrenses y religiosos veían con malos ojos su presencia en la corona de Bizancio.
Enemigos cercanos
Tan solo un mes después del comienzo de su regencia en el 780, sataron las primeras revueltas. Estas fueron aplacadas a través de un acuerdo de matrimonio entre su hijo, Constantino, y la primogénita de una poderosa familia bizantina, Maria de Amnia, en lo que pretendía ser un movimiento para garantizar la estabilidad del Imperio. Contrariado con la decisión de su madre, Constantino, que contaba con un matrimonio con Rotrud, hija de Carlomagno, y de cuyo enlace surgiría la unión de ambas coronas, empezó a alejarse de su madre.
La situación en la corte se volvió más tensa a partir de 790, cuando Irene antepuso su reinado al de su hijo, apartándole del poder. El ejército, que veía a la emperatriz con desconfianza desde su llegada a Bizancio, no apoyó la decisión y Constantino se lenvantó en armas contra la regente, que fue confinada al tiempo que su hijo accedía al trono.
Mientras Constantino acaparó el poder, surgieron nuevas revueltas en las fronteras del Imperio que fueron aplacadas al tiempo que se disparaba el clima de tensión dentro de la corte. Fue en este periodo cuando, a través del VII Concilio de Nicea, se restauró el culto a las imágenes, un hecho que retrasará uno de los mayores conflictos religiosos de la época, y que acabará por dividir a la Iglesia Católica en dos instituciones distintas, la Apostólica Romana y la Ortodoxa.
Un crimen terrible
A la postre del descontento con el reinado de Constantino por todo el Imperio, Irene decidió dar un golpe de Estado contra su propio hijo. Así, el 15 de agosto de 797, Teófanes el Confesor, relata cómo la tagmata, la guardia de élite bizantina, acorraló y cegó al emperador en la sala porphyra, una enorme estancia palatina púrpura, símbolo de poder imperial. Como señala Javier Torras de Ugarte, historiador y autor de la novela, el acto de cegar en la antigüedad estaba "directamente relacionado con la incapacitación política".
A los pocos días el emperador murió a causa de las heridas en sus ojos e Irene accedió de nuevo al trono del Imperio bizantino, gobernando esta vez en solitario y convirtiéndose así en la primera gobernante mujer única del Imperio. La emperatriz se enfrentó entonces a una época convulsa, en la que buscó el apoyo de hombres leales, que pudisen frenar las ansias de rebelión que surgieron continuamente entre su ejército.
Irene pasó sus últimos años al frente del Imperio rodeado de sus principales consejeros, Aetios y Staurakios, dos eunucos fieles de la corte. Sin embargo, las diferencias entre ambos y el deseo de legar el imperio a cada una de sus familias derivó en una desestabilización política aún mayor, lo que desembocó en un nuevo golpe de Estado en 802, que puso a Nicéforo, antiguo ministro de finanzas de Irene, a la cabeza del Imperio.
El nuevo emperador desterró a Irene, primero a la Isla de los Príncipes y más tarde a Lesbos, donde falleció en el año 803, aunque sus restos fueron trasladados a la cripta funeraria de los emperadores, en el seno de la iglesia de Los Santos Apóstoles, en la actual Estambul.
La Dama Púrpura
La apasionante historia de Irene de Atenas nos llega ahora de la mano de Javier Torras de Ugarte, quien inspirado por el ensayo Damas de púrpura (Taurus) de Judith Herring, decidió adentrarse más en la historia de la emperatriz, a quien la autora dedica uno de los capítulos. El autor trata en clave de novela el reinado de Irene Sarantepechauna desde su juventud en Atenas hasta su llegada a Bizancio y las intrigas que rodearon su vida en la capital imperial.
La novela hace uso además de dos personajes ficticios que nos harán viajar hasta las fronteras del Imperio bizantino, permitiéndonos entender mejor los tiempos convulsos en los que Irene de Atenas tuvo que reinar. La ausencia de bibliografía y relatos fiables dejó a Torras con un gran número de incógnitas sobre las que especular en torno a la vida y figura de la emperatriz: "Cuando empecé a leer sobre el personaje de Irene me encontré con un personaje terrible" admite el autor. "Tuve que elegir a qué Irene representar".
La mayoría de información procede de los escritos de Teófanes El Confensor, que fue coetáneo de Irene, y están empañados por el velo de su iconodulía, algo que le llevó incluso a ser encarcelado y más tarde exiliado del Imperio bizantino. Teófanes veía a Irene como una salvadora frente a la iconoclastia creciente a lo largo del Imperio, y así plasmó a la gobernante en su Cronografía.