El Sacro Imperio Romano Germánico tuvo un final poco glorioso, como la mayoría de organizaciones homólogas. El último emperador, Francisco II, se vio forzado a abdicar el 6 de agosto de 1806 para impedir que Napoleón Bonaparte, tras la victoria decisiva en Austerlitz, lo usurpase. Para consolidar su autoridad y dar pistas sobre sus aspiraciones territoriales, el corso había comenzado a utilizar el legado de Carlomagno, a quien admiraba como un guerrero heroico, un conquistador.
El rey de los francos había sido coronado como primer emperador del Sacro Imperio el día de Navidad del año 800. Fue su éxito militar sometiendo a los lombardos lo que persuadió al papa León III a colaborar con él en el establecimiento de una entidad política y religiosa que actuase como una continuación de la Antigua Roma. Se trató de una "creación conjunta" con la que el papado se aseguraba mayores garantías de protección que con el heredero directo de la gran potencia de la Antigüedad, el
emperador bizantino de Constantinopla.
Entre esas dos fechas que tienen a Carlomagno y Napoleón como protagonistas discurre un milenio completo en el cual el Sacro Imperio encarnó el ideal de Europa como un único orden pacífico cristiano. Una entidad vasta y heterogénea recordada por la famosa chanza de Voltaire de "Ni Sacro, ni Imperio, ni Romano", pero que fue capital para la experiencia y la entidad europeas. Su historia explica cómo se desarrolló gran parte del continente desde la Alta Edad Media hasta el siglo XIX.
La editorial Desperta Ferro acaba de publicar El Sacro Imperio Romano Germánico, una obra impresionante del premiado Peter H. Wilson, catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Oxford, la primera en cubrir su milenio de vida. Una investigación que ofrece una completa reinterpretación del encaje del Imperio en la historia de Europa. "Siempre nos ha parecido algo insondable, como un intrincado puzle. Ninguno de los relatos convencionales tiene sentido. Me ha llevado más de treinta años solucionarlo", explica el autor.
Su libro es tremendamente erudito y complejo, como el propio tema que aborda. Y lo hace de una forma sorprendente, analizando cuatro grandes conceptos —ideal, pertenencia, gobierno y sociedad—, y rompiendo con cualquier línea cronológica. Eso sí, al final hay una magnífica serie temporal que resume los principales acontecimientos históricos y sus personajes para facilitar la lectura.
Uno de los principales esfuerzos de la investigación de Wilson, historiador de referencia gracias a obras como La Guerra de los Treinta Años. Una tragedia europea (Desperta Ferro), es demostrar que la historia del Sacro Imperio no puede reducirse a la Alemania imperial ni que fue una "monstruosidad", como aseguró el filósofo del siglo XVII Samuel Pufendorf. "La historia de Europa comenzó a escribirse como una serie de historias nacionales separadas, cada una construida en torno a patrias, culturas y héroes y heroínas nacionales fundacionales en la forja de los Estados modernos", señala Wilson. Y en esa coyuntura, el legado de la colosal entidad comenzó a ser despreciada.
Pero demás de la actual Alemania, el Sacro Imperio incluyó, en parte o en su totalidad, otros diez países contemporáneos: Austria, Bélgica, República Checa, Dinamarca, Francia, Italia, Luxemburgo, Polonia, Países Bajos y Suiza. Otros como España, Suecia, Hungría o Inglaterra, que dio un rey en el siglo XIII, Ricardo de Cornualles, también estuvieron involucrados en su milenaria historia. Wilson destaca, además, la ausencia de cualquier centro político estable y de las formas de gobierno descentralizadas que dependían mucho más de promover el consenso que de erigir instituciones para imponer el dominio por la fuerza.
Nombres propios
A pesar del monumental esfuerzo académico, la obra de Wilson no es impermeable a las anécdotas que arrancan una carcajada. Por ejemplo, señala que el emperador más controvertido fue Federico II, coronado en 1220, a quien un cronista inglés bautizó como el "asombro del mundo". "Inteligente, encantador, despiadado e impredecible, a menudo parecía actuar de forma caprichosa", escribe el historiador. Arrebató Jerusalén al islam en 1229, pero sus adversarios papales le denominaban Bestia del Apocalipsis y le comparaban con Nerón destruyendo el imperio. Tuvo 19 hijos de 12 mujeres diferentes y una guardia personal formada por sarracenos.
"Cuando se cubre un milenio de historia, inevitablemente las trayectorias individuales quedan un tanto desdibujadas, aunque he intentado dar voz a tantas como me fuera posible", cavila el experto preguntado por personajes a resaltar y que hayan sido ignorados. "Un ejemplo podría ser Teofania, una princesa bizantina del siglo X que gobernó el Imperio durante casi una década tras la muerte de su marido, el emperador Otón II, y que nos recuerda que la historia del Imperio no es exclusivamente masculina".
El historiador examina el mosaico de territorios y gentes que conformaban el Imperio en la segunda de las cuatro partes de su obra. "El Imperio nunca buscó el tipo de homogeneidad tan deseada por los posteriores Estados europeos que generalmente obligaban a sus habitantes a hablar una misma lengua y a observar una fe común. Aunque atado por su misión para con la cristiandad, a la postre el Imperio evitó verse ligado a cualquier manifestación de dicha religión (...). Sus habitantes identificaban al Imperio como un distante pero universal garante de sus costumbres y autonomía locales", destaca.
En el apartado dedicado a la gobernanza, Wilson evidencia que el Imperio evolucionó a un sistema de múltiples capas que en buena medida se encontraban más allá del control directo del emperador, pero no obstante sujeto a su autoridad. Es decir, un sistema que fomentó el consenso frente a la indiscutible imposición. "La sección final examina cómo estos usos estaban enraizados en el orden social del Imperio, que pasó a definirse a través de derechos corporativos basados en el estatus y el lugar", añade.
Como conclusión llamativa, Wilson señala que ningún país europeo tiene una historia singular, y que la creencia contraria se debe a generaciones de políticos nacionalistas y populistas. "Las complejidades de la historia del Imperio importan no solo para entender el pasado de varios de los actuales Estados soberanos europeos, sino también para comprender cómo interactúan en la actualidad y, de hecho, pueden hacerlo en el futuro tanto en la Unión Europea como en aquello que pueda reemplazarla. La del Imperio es principalmente una historia de cultura política, de ideales de comunidad y de intentos de realización de los mismos".