Voy en el tren con destino a un lugar de la costa española en el que tengo previsto pasar cuatro días de descanso. Llevo encima la agenda, el ordenador portátil, el teléfono móvil y los cargadores de ambos dispositivos, no vaya a ser que me quede sin batería durante las apenas tres horas que tengo por delante. A lo largo del trayecto aprovecho para transcribir una entrevista, revisar la última grabación de mi podcast y responder a unos cuantos mensajes de correo electrónico; ninguna de esas tareas es de una urgencia inapelable, la verdad.
Y sí, claro que también echo un vistazo por la ventanilla, pero sólo para hacer una foto del paisaje que al instante subo a mi cuenta de Instagram convenientemente etiquetada con un hashtag elegido al azar.
¿En qué momento perdimos la capacidad de no hacer nada?
La generación a la que pertenezco, la de los nacidos a mediados de los 70, fue educada en la cultura del esfuerzo. Había que estudiar, había que encontrar lo antes posible un trabajo, había que ascender. Luego asistimos al nacimiento de Internet y de las redes sociales, y entonces la cultura del esfuerzo se transformó en la cultura de la sobreproducción.
Lo que se lleva ahora es hacer cada vez más y más y más. No hay tiempo que perder, hay que producir y producir y producir, aunque eso que producimos a veces no sirva para gran cosa. Lo irónico es que no se trata únicamente de cumplir con las responsabilidades que nos exige nuestra propia posición laboral, sino también con las que nos imponemos a nosotros mismos.
Alguien nos explicó, maldita sea, lo importante que era construir nuestra marca personal, así que aquí estamos, sobre todo los que nos dedicamos a oficios más o menos creativos: cambiando la lectura reposada de un libro por una actualización en LinkedIn que a buen seguro no tendrá repercusión alguna en nuestra carrera, sustituyendo la contemplación del mar por el tecleado de un tuit que no le importará a nadie, utilizando la cerveza del chiringuito como atrezo para componer un reel al que no sacaremos ningún rendimiento económico.
Existe un brillante podcast satírico llamado Arsénico Caviar –otra de mis obligaciones autoimpuestas es escuchar los podcasts que hacen otros– en el que sus autores, los periodistas Guillermo Alonso y Beatriz Serrano, se ciscan en asuntos tan variados como la vida social, la recomendación de series, las bodas o los influencers.
Han acabado la temporada con un alegato a favor de la pereza, bravo por ellos. “En vacaciones cultivamos el poco valorado arte de no hacer nada, que en realidad significa hacer muchas cosas que no sirven para hacer crecer el Producto Interior Bruto. Dejamos de estar para algo, como por ejemplo para producir y responder whatsapps, y pasamos únicamente a ser. Es como estar desnuda, como Dios nos trajo al mundo. Después, a la vuelta, tenemos que volver a vestirnos y ponernos la máscara social. Tenemos que hacer planes, responder mensajes, poner lavadoras e ir al supermercado. Decía Robert Louis Stevenson que no hay deber que infravaloremos tanto como el de ser felices”, encadena Beatriz.
Dejar de estar para simplemente ser o, dicho en otras palabras, dedicarse a la vida contemplativa aunque sólo sea durante el tiempo que duren las vacaciones, como excepción. Suena bien, pero a ver cómo se conjuga todo eso con la implacable cultura de la sobreproducción, la misma que se carcajeó de Gabriel Plaza, ya saben, aquel estudiante que obtuvo la nota más alta de la Selectividad en la Comunidad de Madrid y se atrevió a confesar en la tele que iba a matricularse en Filología Clásica, esa carrera que va más de pensar que de generar bienes tangibles.
Dice la gurú Arianna Huffington que es muy importante buscar un trabajo en el que nos apetezca pasarnos las 24 horas del día pero que resulta igualmente esencial ser capaces de fijar el final de la jornada. “Yo entonces cojo el móvil y lo dejo cargando”, explica. Lo que no detalla es qué hace después, pero me gusta pensar que Arianna –esa mujer que tan pronto monta un medio de comunicación como escribe un best-seller o da una conferencia con miles de visualizaciones en YouTube– a las seis de la tarde se tumba en el sofá, mira al techo y bosteza.