Sapor I, el rey de reyes del Imperio sasánida, llevaba años hostilizando y conquistando fortalezas romanas en Mesopotamia, Antioquía o Siria. Para aplacar estas derrotas y revertir el debilitamiento del limes oriental, el emperador Valeriano se trasladó a finales de 259 a la ciudad de Edesa al mando de un numeroso ejército. Aunque el gobernante persa aseguró que se había librado una gran batalla entre ambas potencias, otras fuentes registraron el desarrollo de una campaña prolongada, con numerosas acciones y maniobras menores.
Lo único claro es que Valeriano fue capturado en algún momento, quizá como resultado de una emboscada o de una traición durante las negociaciones. A pesar de que algunos autores clásicos aseguran que el augusto fue rápidamente asesinado, recuerda Adrian Goldsworthy en El águila y el león (La Esfera de los Libros), la mayoría de relatos antiguos explicitan que vivió cautivo durante muchos años, siendo el primer emperador romano apresado por un enemigo extranjero. Se dice, aunque puede que sean invenciones posteriores, que el césar fue usado a modo de peldaño cada vez que Sapor I quería subirse a su caballo, y que su cadáver fue desollado y su piel, teñida de rojo, colocada en un templo como trofeo de la victoria.
A pocos kilómetros al sureste de Edesa, en Carras, había tenido lugar tres siglos antes (53 a.C.) una de las derrotas militares más humillantes en la historia de Roma. El triunviro Marco Licinio Craso y sus tropas fueron atropellados por el ejército parto del implacable Orodes II, que había alcanzado el poder tras asesinar a su padre y librar una guerra civil contra su hermano. Los relatos sobre lo que ocurrió con el militar romano son también variopintos: desde que murió en el fragor de los combates y le cortaron la cabeza y la mano hasta que vertieron oro fundido por su garganta debido a su afán de riqueza y avaricia.
Además de los tintes escabrosos y el marco geográfico, estos dos episodios comparten otra relevante característica: la poderosa civilización que sometió a las legiones de la Urbs. Porque a Partia y Persia, como expone Goldsworthy en su última obra, cabría considerarlas un imperio continuo que nunca llegó a ser conquistado por Roma y que le infligió algunas de sus derrotas más sonadas, "la única potencia lo bastante grande y poderosa como para constituir un serio rival durante muchos siglos".
El gran reino de los partos, que abarcaba los modernos territorios de Irak e Irán, la mayor parte de Siria y rincones de Afganistán, Turkmenistán, Azerbaiyán y Georgia, apareció en el siglo III a.C. y cayó en 224, dando paso a la dinastía de los sasánidas, que gobernaron durante cuatro centurias más. La pugna entre ambos imperios solo sería resuelta por un tercer actor en liza: los árabes.
¿Pulso perjudicial?
El historiador británico, uno de los grandes expertos mundiales en Roma y en el mundo antiguo, analiza en El águila y el león con su estilo épico los siete siglos de encarnizada rivalidad entre las dos potencias. Y, a pesar de lo que pueda parecer, el Imperio romano y el parto-persa, menos poderoso en términos de capital humano, riqueza y materias primas, mantuvieron una relación en la que "la paz era lo normal —una paz cautelosa y vigilante basada en la sensación de poderío militar de cada imperio— y la guerra lo ocasional".
El primer encuentro se registró en algún momento de la década de 90 a.C. Plutarco narra la historia de un enviado parto llamado Orobazo que cruzó el Éufrates porque había rumores de que un gobernador romano se encontraba en la parte más occidental de Capadocia. El propósito era establecer las bases para una relación de amistad, pero no salió muy bien: se consideró un desplante que el romano, durante el recibimiento, se sentase en el centro de tres sillas (para él, para el parto y para el monarca capadocio) situadas al mismo nivel, como una proclamación de la superioridad de la Urbs.
Al regresar a la corte y relatar lo ocurrido, el embajador fue ejecutado por orden de su propio rey. Goldsworthy señala, como a lo largo de toda la obra, la posibilidad de que muchas de estas anécdotas sean falsas —en este caso los tradicionalistas autores romanos pretenderían demostrar el supuesto despotismo de los monarcas orientales—.
A partir de ahí arrancó un vínculo marcado por las suspicacias, acuerdos de paz efímeros y conflictos limitados en objetivos y en alcance. Ninguno de los dos bandos, apunta el doctor en Historia Antigua en el St John’s College de la Universidad de Oxford, planteó ataques a las tierras del otro con el fin de destruirlo —los mayores desafíos los dirigieron el emperador Trajano y el rey Corsroes II a principios del siglo VII— o retener sus dominios, salvo ciudades fronterizas. "Hubo gloria y humillación en ambos bandos, sin que ninguno se asegurase una ventaja lo suficientemente decisiva como para dominar al otro de forma permanente, y mucho menos para proceder a su conquista o destrucción", escribe el investigador.
En las conclusiones, Goldsworthy se pregunta si la rivalidad entre romanos y partos-sasánidas fue perjudicial a la larga para ambas partes y si desempeñó un papel significativo en la erosión de sus fuerzas, haciéndolas vulnerables finalmente al nuevo enemigo árabe. "Los imperios hacían demostraciones, rivalizaban y, a veces, llegaban al conflicto abierto hasta que ambos consideraban que se había producido un equilibrio aceptable. No hay indicios de que el coste de mantener una paz armada contra el otro —y contra rivales menores en otras fronteras— supusiese a la larga una carga demasiado pesada para las finanzas y los recursos de ninguno de los dos imperios", responde.
Y añade: "Aunque resulta difícil demostrar que esta rivalidad benefició a ambos imperios y contribuyó a su éxito y longevidad, no parece haber sido, ciertamente, una fuente importante de debilidad". Roma y Partia-Persia, una relación (desconocida) como no hubo otra en la Antigüedad.