En la a menudo maniquea y simplista narración de la historia, mentar al Imperio persa conduce inevitablemente a imaginarse reyes tiránicos, lujuriosos, caprichosos y locos, a una potencia gobernada por la barbarie que significó un desafío extremo para los ideales de libertad y democracia que se cultivaban en la Antigua Grecia. Al menos ese enfrentamiento es el que forjaron las obras de Heródoto —nacido en Halicarnaso, ciudad que en aquel momento formaba parte de una satrapía persa— o los dramas trágicos de Esquilo. Los aqueménidas y su despótica civilización, según estos relatos, eran lo "otro", la antítesis del esplendor de Atenas.
Por eso resulta sumamente tentador y revelador adentrarse en el viaje de rescate que emprende Lloyd Llewellyn-Jones, catedrático de Historia Antigua en la Universidad de Cardiff, en Los persas (Ático de los Libros), un ensayo innovador y sorprendente sobre el que fue el mayor imperio de la Antigüedad. El resultado de rebuscar la versión interna de la historia de Persia, sin la contaminación de las rivales fuentes griegas, es fascinante: emerge una sociedad cultural y socialmente sofisticada, poderosa en lo económico y lo militar y con grandes virtudes intelectuales.
El pasado persa se transmitía en la época a través de canciones, poesía, fábulas y leyendas. No había un trasunto de Heródoto. Por eso su historia real se ha difuminado todavía más por la bruma de los tiempos. El investigador hace una encomiable labor para descifrar la información recogida en fuentes arqueológicas o epigráficas recuperadas en la última centuria, como las tablillas de Persépolis, que desvelan cómo era la vida y el trabajo en el siglo V a.C., y combinarla con relatos griegos más fidedignos, como los escritos de Ctesias de Cnido, un médico que ejerció en el corazón de la corte persa durante el reinado de Artajerjes II.
Llewellyn-Jones señala que los persas fueron una suerte de "déspotas ilustrados": no impusieron su lengua a los pueblos sometidos —la principal fue el arameo, utilizada para la diplomacia y la administración—, fueron defensores activos de los cultos locales y fomentaron una multiculturalidad, como presumía el propio Darío el Grande, aunque la ideología real consistía en la unidad del imperio. Sorprende todavía más su duración temporal —su final vino propiciado de forma fulminante por los ejércitos de Alejandro Magno, sin un previo periodo de aparente descomposición— descubriendo la cantidad de intrigas y rebeliones internas que se registraron entre los miembros de la corte y la familia de gobernantes.
"Desde la época de las guerras médicas, los persas han sido objeto de una campaña de difamación historiográfica en la que se los ha tachado de opresores tiránicos del mundo libre", expone el autor en la introducción. Si bien resulta interesante explorar de su mano las curiosas prácticas funerarias persas —los entierros en tumbas eran inusuales y solo la familia real gozó de dicho privilegio— o su mundo religioso, en el que sí utilizaban imágenes de las divinidades como Ahura Mazda, el gran dios de los aqueménidas, el libro esconde ideas realmente provocadoras, como que de haber triunfado en este conflicto habrían tolerado la democracia griega: "Una victoria persa sobre Esparta [en referencia a las Termópilas], el Estado esclavista más opresivo y liberticida de la Antigüedad, habría sido una victoria para la libertad".
Burocracia e infraestructuras
La historia de los aqueménidas, según el catedrático, "es un épico culebrón de ambición desmedida, traición, venganza y asesinato". La reconstrucción que hace de las luchas entre hermanos y las amistades peligrosas es tremenda. Sus orígenes se enmarcan en un minúsculo territorio tribal de guerreros diestros en el uso del arco en la provincia moderna de Fars, en el suroeste de Irán, conocida en persa antiguo como Parsa y que los griegos convirtieron en Persis. En un puñado de siglos se alzó en un reino de una riqueza sin igual que se extendía desde el Mediterráneo hasta la India y desde el golfo de Omán hasta la Rusia meridional. Una superpotencia tan inmensa hubo de gestionar fronteras sumamente vulnerables, pero la unidad del Estado, pese a todo, "nunca estuvo en peligro".
El Imperio persa fue una eficaz máquina burocrática con unos sistemas legales que continuaron la tradición de Mesopotamia o Egipto. Si los reyes eran una suerte de dioses, el gobierno estaba en manos de un grupo de hombres de la aristocracia, los sátrapas, que representaban al monarca por poderes, imitaban su comportamiento y emulaban sus gustos. Durante el reinado de los aqueménidas el mundo conoció por primera vez el uso de la moneda —comenzó en Lidia, en la costa occidental de Asia Menor, hacia 650 a.C.—y se desarrolló un sistema de infraestructuras sin parangón hasta entonces.
En este sentido sobresalieron especialmente unas carreteras de primer nivel, como el Camino Real, que se extendía a lo largo de 2.400 kilómetros y conectaba Susa, el corazón administrativo del imperio, cerca del golfo pérsico, con la costa Mediterránea en Éfeso. Las satrapías y principales ciudades imperiales también estaban en contacto gracias a un rápido y eficaz sistema de retransmisión postal, "la versión persa de la actual banda ancha", ejemplifica el historiador. El propio Heródoto reconoció sus logros: "No hay nada mortal más rápido que el sistema que los persas han ideado para enviar mensajes".
Uno de los retratos más conocidos del "padre de la historia" es el que hizo de Jerjes, a quien dibuja como un tirano narcisista que en su viaje hacia Grecia, entre otras hazañas, se enamoró de un plátano de sombra, colmando al árbol de obsequios de oro. "Un triunfo absoluto de la difamación", dice Llewellyn-Jones. El nombre del "rey de reyes" significaba "gobernar a los héroes" o "héroe entre los gobernados" y el personaje de carne y hueso tenía ojos oscuros y almendrados, nariz aguileña y un espeso bigote y una barba que le llegaba hasta el esternón. Solía llevar una voluminosa túnica cortesana, acomodada y ceñida a la cintura y pantalones de fina seda blanca, también torques y brazaletes con cabezas de león e intrincados pendientes de esmalte alveolado. Una imagen muy diferente a la que proyectó la exitosa película 300.
Durante el reinado de Jerjes, los eunucos —hombres y niños castrados que servían en la corte como altos funcionarios, burócratas y ayudas de cámara, así como de sirvientes y esclavos, que se fueron convirtiendo en un pilar imperial imprescindible— adquirieron el poder personal más manifiesto. Pese a los reparos morales con los que Heródoto condenó esta práctica, el historiador recuerda que el eunuquismo había sido siempre habitual en Oriente Próximo y los sería durante milenios.
La obra del experto en la Persia aqueménida resulta un rico lienzo de realidades desmitificadoras para aspirar toda la capa de propaganda que camufla la historia de esta fascinante civilización. Un relato que no solo busca restaurar esa gloria desdeñada, sino que genera además multitud de interrogantes —y que también recuerda su represión implacable y sus terribles castigos—. Sobre los famosos "Inmortales", la división del ejército integrada por diez mil hombres que servía como guardaespaldas real, el catedrático cuenta que no hay referencia alguna a este cuerpo en las fuentes escritas persas. Seguramente los soberanos tuviesen una unidad especial de protección, pero a Heródoto le quedó muy bien esa caracterización de los Diez Mil para recordar a su pueblo la idiosincrasia del enemigo que tenían enfrente.