El 10 de mayo de 1940, una pequeña flota británica, mal armada, mal preparada, con tropas novatas y apenas brújulas, invadió Islandia, un pequeño país neutral en medio del Atlántico cuya riqueza residía en la pesca. No hubo oposición más allá de los insultos de varios borrachos del puerto de Reikiavik. Sus habitantes aún tardaron varios días en identificar a los invasores. "¡Me gustas, me gustas!", halagó a los royal marines uno de los locales en un inglés macarrónico. Justo después, para despedirse y por si acaso, gritó: "¡Heil Hitler!".
Desde la isla en la que los nazis más fanáticos pensaban que había nacido la "raza aria" directamente de la estirpe de Thor y Odín, primero Inglaterra y más tarde EEUU, controlaron el Atlántico Norte y sus rutas. Además, la convirtieron en un potente portaaviones insumergible desde el que podían recibir informes meteorológicos fiables para planificar ofensivas vitales como la de Normandía.
Desde la invasión británica, "Islandia se había convertido, de forma oficial, en una pieza transatlántica clave del engranaje bélico global: era una escala esencial para el material y personal aliado en su camino al campo de batalla, desde Moscú hasta Londres", explica Egil Bjarnason, periodista islandés y autor de Cómo Islandia cambió el mundo (Capitán Swing), un simpático ensayo en tono desenfadado que reflexiona sobre la poco conocida historia de esta pequeña gran isla.
El altar de Hitler
Su vida rural y tradicional estaba idealizada hasta el delirio por los nazis que profesaban un amor platónico por la isla. En 1939, al poco de comenzar la II Guerra Mundial, fue visitada por Eva Braun, la novia del führer, que rodó allí varias películas caseras sobre sus vacaciones. Las cintas se encontraron al terminar la guerra en el Nido del Águila, la segunda residencia de Hitler en los Alpes Bávaros.
Su hombre en el país de las auroras, el diplomático Werner Gerlatch, estaba desencantado. Su amor no era correspondido más allá de un reducido y minúsculo grupo de alborotadores que formaban el partido nazi local. Todas las noches, marineros borrachos montaban juergas frente a su casa, en una calle sin pavimentar junto al puerto donde solían pasear ovejas durante el día.
Cuando los británicos fueron a detenerle, su casa daba auténtico repelús. Había una especie de altar con un busto y un retrato de Hitler junto a varias velas y fotografías firmadas de Himmler, ministro de propaganda del Tercer Reich, y de Herman Göring, jefe de la fuerza aérea. "Una escena de lo más extraña", reconoció uno de los soldados ingleses. Un año después, los británicos se fueron. Inglaterra estaba asediada y miles de americanos tomaron el relevo y conquistaron el corazón de los nativos.
Amor en tiempos de guerra
"La primera vez que vi a un hombre retirar una silla para que una mujer tomara asiento, era un estadounidense. ¡No teníamos ni idea de que existiese ese nivel de caballerosidad!", recordó Sigridur Bjornsdóttir, un viejo recepcionista de hotel islandés. Más de 50.000 soldados americanos, lo que suponía el 40% de la población de Islandia, tomaron la isla.
"Las jóvenes se morían de ganas de relacionarse con chicos de su edad que pudieran enseñarles nueva música, con los que poder tomarse una soda con lima de importación o que pudieran enseñarles nuevos bailes que solo habían visto en las películas", explica Bjarnason. Estas historias de amor, desde el punto de vista romántico y erótico, abarrotaron las páginas de la literatura local.
En una de ellas, Amor en el asiento de atrás, el taxista Guldaugur Gudmundsson narra muchas de sus experiencias como conductor en aquellos años. Cada historia involucra un problema social y personajes consumidos por el amor y la pasión. Una pareja le pedía que les dejase en parajes remotos y volviese 90 minutos después. Un soldado le confesó mientras le llevaba al puerto rumbo a Europa que no tenía valor para decirle a su novia islandesa que en EEUU tenía esposa y tres hijos. Le rogó, casi suplicando, que mintiese por él y le dijese a su amante que había muerto en combate para "evitar romperla el corazón".
Estos idilios mosquearon a los hombres locales, pero lo cierto es que todos trabajaban para los invasores. Necesitaban mano de obra para construir búnkeres, almacenes, posiciones defensivas, puertos, aeropuertos, bares, restaurantes, lavanderías, talleres, cines... todo ello pagado en suculentos dólares. El aeropuesto de Reikiavik, construido por la RAF, hoy opera los vuelos domésticos mientras que el gigantesco de Keflavík, que opera los internacionales, fue levantado por la USAAF.
Las ráfagas de ametralladora y las explosiones apenas alcanzaron a aquel país sin ejército en el que lo más parecido al servicio militar consistía en convertirse en marinero. En plena batalla del Atlántico, los submarinos de la Kriegsmarine a la caza de convoyes no dudaban en hundir navíos islandeses por temor a que desvelasen su posición. Aún hoy, de vez en cuando, sus redes de pesca capturan alguna vieja y olvidada mina submarina.
"El presidente estadounidense Dwight Eisenhower, el general condecorado con cinco estrellas que lideró el desembarco de Normandía, contó en sus memorias que la localización estratégica de Islandia marcó la diferencia tanto en el frente occidental como en el oriental", apunta Bjarnason.
España y sus vinos
El poder adquisitivo del islandés promedio, mientras Europa entera estaba en ruinas, creció un espectacular 86% gracias a su trabajo con los EEUU. En las mesas del país podían verse cada vez más los caros vinos españoles que en 1922 habían logrado cambiar las leyes de la pequeña gran isla.
Inseparable de sus raices nórdicas y vikingas, el alcoholismo era un grave problema en la pobre Islandia de principios del siglo XX. En 1915 se impuso por referéndum la ley seca, pero no duró demasiado. "España hizo que la balanza se inclinase siete años más tarde cuando se negó a comprar bacalao en salazón a menos que Islandia importase su vino. ¡Pues listo! ¿Qué otra cosa podíamos hacer?", bromea el autor. Al final todas las restricciones se terminaron por derogar en 1933, excepto la cerveza, que tuvo que esperar hasta 2007.
Pese a los 300 islandeses que perdieron la vida en la II Guerra Mundial y los cientos de mujeres jóvenes que marcharon a EEUU, casadas con militares, nacieron en la isla entre 350 y 500 mestizos. Islandia, desconocido eslabón de la victoria, terminó la guerra urbanizada y con más población frente al paisaje lunar en el que se había convertido el mundo en ruinas. Más tarde, el árido y volcánico interior de Islandia, sirvió como campo de entrenamiento para los astronautas de la NASA que ganaron a la URSS la carrera hacia la Luna. El papel de Islandia en la historia mundial, como narra la obra de Egil Bjarnasson, esconde más de una sorpresa.