El 7 de marzo de 1934 una extraña aeronave diseñada y pilotada por el ingeniero Juan de la Cierva surcó los cielos del puerto de Valencia. Aquel aparato pionero conocido como autogiro, a medio camino entre el aeroplano y el helicóptero, logró posar sus patines en la cubierta del ya famoso portahidroaviones Dédalo. No contentos con esta hazaña, media hora después despegó en un corto vuelo de unos 24 metros convirtiéndose en el primer aparato de estas características, impulsado por un rotor de hélices, que aterrizaba y emprendía el vuelo desde un buque.
Sin embargo, aquella gesta era una ilusión y los días de gloria del Dédalo habían quedado atrás. Ese mismo año realizó su última singladura con destino Cartagena. Allí entró en dique y las autoridades de la Segunda República decidieron, por su estado, que no podía volver a hacerse a la mar. Entrada la Guerra Civil aún estaba en proceso de desarme y se decidió que sólo podía servir a los gubernamentales en el desguace de Sagunto. Allí, la aviación rebelde no tuvo compasión y sus bombas alcanzaron el buque.
Parcialmente hundido, esta vez fueron las autoridades franquistas las que intentaron desguazarlo en 1943 después de reflotarlo. Aquel montón de hierros que había sido pionero en la Armada española se negó a ser convertido en chatarra. Aquel esqueleto flotante que martilleó a la República del Rif liderada por el temible Abd el-Krim se partió en dos en su fondeadero y terminó por hundirse de forma definitiva.
Un viejo mercante
En el verano de 1921, al otro lado del Mediterráneo, más de 11.000 españoles habían sido masacrados por las cabilas rifeñas. Sus esqueletos convertidos en momias resecas aún poblaban los valles y montañas de Annual cuando la Armada española decidió que iba a reforzar su despliegue en aquel impopular teatro de operaciones y quiso dotarse de los medios necesarios para ello.
Y aquí aparece en la historia el mercante España nº 6. Construido en Alemania en 1901, la República de Weimar lo cedió al Gobierno español junto a otros seis buques en compensación por las naves hispanas hundidas por los siniestros submarinos germanos en la Primera Guerra Mundial. El capitán de corbeta Pedro María Cardona y el coronel de ingenieros navales Jacinto Vez decidieron darle una nueva vida a aquel titán de 127,4 metros de eslora.
Rebautizado como Dédalo, nombre del mítico y laborioso artesano que construyó el laberinto de Creta y padre de Ícaro, fue necesario hacerle un gran lavado de cara que, sin abandonar el mundo clásico, se realizó en los talleres de Nuevo Vulcano de Barcelona.
Además de mejorar su instalación eléctrica, en proa se instaló un mástil para permitir el traque de dirigibles y en el castillo se instaló un hangar para guardar uno completamente montado y otro desmontado. En las entrañas del buque se instaló una planta para la producción de hidrógeno necesaria para aquellos aparatos.
En popa, comunicada con más hangares y talleres mediante un ascensor, se levantaron las cubiertas para transportar hidroaviones y las grúas para su izado y arriado. "También tenía la posibilidad de despegue de aviones de ruedas, de carrera muy corta, que nunca llegaron a utilizarse a bordo del Dédalo", detalla Luis Díaz-Bedia Astor, capitán de fragata de la Armada española, en un artículo sobre los portaaviones españoles publicado por la Revista General de Marina.
Encuentro en Alhucemas
Después del desastre de la Armada británica en las playas de Galípoli durante la Primera Guerra Mundial quedaba claro que cualquier operación anfibia debía realizarse con mimo. Para empezar, debía estar respaldada por un plan detallado y todas las unidades involucradas debían estar perfectamente coordinadas entre sí.
Antes del desembarco en la bahía de Alhucemas, puerta de entrada al corazón de la República tribal que desafiaba a la dictadura de Miguel Primo de Rivera, la aviación española tomó decenas de fotografías aéreas que luego eran analizadas al detalle. "El objetivo asignado a la aeronáutica en Alhucemas era claro: mantener, mediante el relevo de escuadrillas, una constante presencia aérea y asegurar un apoyo continuo a las tropas", explica Carlos Lázaro Ávila, historiador y doctor en Antropología de América, en su estudio La intervención aérea en Alhucemas, publicado en la revista Desperta Ferro Contemporánea.
Los hidros del Dédalo, que ya habían participado en algún bombardeo menor, se emplearon a fondo el 7 de septiembre de 1925 -el día D- junto con los más de cien aviones del ejército hispano-francés. Los legionarios y regulares liderados por el entonces coronel Francisco Franco desembarcaron con el agua al pecho y tomaron las playas de Ixdain en varias oleadas. La aviación arrojó 1.395 bombas, perdió un bombardero y un hidroavión quedó inservible. El resto volvió con numerosos agujeros de bala.
En los días siguientes, a medida que el ejército se abría paso en las complicadas crestas de la región, erizada de casamatas, blocaos y cuevas fortificadas, las misiones de la fuerza aérea se volvieron más intensas al quedar fuera de rango la artillería naval. Los pilotos franceses quedaron asombrados al ver a sus conmilitones españoles volar a baja altura para aumentar la precisión de sus ataques ignorando el fuego enemigo.
Las posiciones rifeñas fueron cayendo una a una bajo el peso de las bayonetas de la legión o arrasadas por las explosiones de la aviación. Entre el 21 de septiembre y el primero de octubre se arrojaron más de 104.000 kilogramos de bombas, más del 56% de los explosivos utilizados en toda la operación. La ira cayó del cielo. Algunas de ellas estaban cargadas con el infame gas mostaza. El hidroavión SCA con base en el Dédalo recibió tanto daño que tuvo que forzar un amaraje en la bahía.
Poco después un par de proyectiles de artillería formaron amenazantes columnas de agua en el lugar y su buque nodriza recibió la orden de abandonar la zona de operaciones. Sería la última vez que aquel gigante participase en combate.