En el interior de la milenaria catedral —hoy mezquita— de Santa Sofía se esconde una serie de inscripciones nórdicas talladas en el siglo X. "Halfdan marcó estas runas", reza una de ellas. ¿Pero qué hacía este vikingo en el epicentro religioso del Imperio bizantino? Es muy probable que el tal Halfdan formase parte de la Guardia Varega, la guardia del emperador y unidad de élite del ejército.
Durante siglos, las murallas de Constantinopla estuvieron protegidas por hombres cubiertos de hierro y armados con terribles hachas largas. Cuando un emperador moría, tenían derecho a irrumpir en el palacio y llevarse cuantos tesoros podían portar con sus manos. Con fama de pendencieros, borrachos y glotones, temidos por los taberneros, solían gastar buena parte de sus soldadas en los burdeles y en las carreras del hipódromo. Todo esto valía la pena con tal de ganarse su fidelidad hasta la muerte.
Fueron el núcleo que defendió la capital bizantina entre los años 1203 y 1204, asediada por un enorme ejército cruzado. Protegieron la vida de los emperadores en el fragor del combate y en las sibilinas conjuras palaciegas. Usados también como policías y custodios del tesoro, lucharon y vencieron en todas las fronteras del imperio sucesor de Roma. De origen nórdico, los varegos llegaron al este de Europa en el siglo IX buscando pieles y esclavos con los que enriquecerse. Pronto se mezclaron con los eslavos y llegaron a las costas del mar Negro, donde oyeron las noticias de una gran ciudad repleta de riquezas: Miklagard, Constantinopla.
Usurpadores y guerras
Después de intentar hacerse con sus riquezas en varias ocasiones, fueron quemados vivos por las fantásticas armas incendiarias de la flota bizantina. El 'fuego griego' marcó las distancias y las relaciones se fueron normalizando hasta que un joven emperador clamó por su ayuda en el año 987. Basilio II fue uno de los gobernantes bizantinos más brillantes de su historia, pero poco después de iniciar su carrera tuvo que hacer frente a usurpadores y rebeldes. Uno de ellos, el general Bardas Focas, protegido por su ejército, se autoproclamó emperador.
No contaban con la ambición de Basilio. Dispuesto a darlo todo por el trono, se dirigió al reino bárbaro de Kiev, gobernado por el rey Vladimiro I. Este soberano le ofreció un experimentado ejército de 6.000 hombres a un alto precio: la mano de su hermana Ana. El emperador aceptó ese matrimonio con la condición de que el monarca varego se convirtiera al cristianismo ortodoxo.
Poco después de que las oscuras naves vikingas llegaran a la capital, Basilio dirigió a su ejército extranjero hacia el bautismo de fuego. Al amparo de la noche, las hachas de estos temibles guerreros descuartizaron a todo un campamento rebelde que aún se debatía, a medio vestir, entre el sueño, la vigilia y la pesadilla.
La rebelión fue finalmente aplastada en el año 989 y Basilio, convencido de la letalidad de aquellos extranjeros, decidió convertirlos en el núcleo de sus ejércitos y en su guardia personal. "Carecían de lazos familiares o políticos en la corte y su lealtad vikinga era legendaria", explica en un artículo la historiadora de la Universidad de Granada María Isabel Cabrera-Ramos.
Su leyenda se extendió en los campos de batalla. Los innumerables pueblos y ejércitos que amenazaban las fronteras imperiales se estremecieron en más de una ocasión ante su brutalidad y desprecio de la muerte y el dolor "probablemente porque entre sus filas habría Bersekers", apunta la historiadora.
Sin embargo, no siempre fueron imbatibles. En 1071 un ejército turco selyúcida despedazó al ejército bizantino en las praderas de Manzikert, aniquilando casi por completo a los varegos, que no pudieron impedir que el emperador Romano IV, herido, cubierto de polvo y muerta su montura, fuera capturado.
Otra ocasión en la que estos temibles guerreros poco pudieron hacer fue durante la Cuarta Cruzada. Entre los años 1203 y 1204, un poderoso ejército cristiano de 20.000 hombres y 210 barcos fue empujado hacia las murallas de Constantinopla por las ansias de riqueza de los venecianos. Frente a ellos solo se interponía un puñado de galeras y los 5.000 hombres de la guardia varega junto a otros contingentes dispersos. "Pese a su reducido número, en todo momento, la Guardia Varega destacó por su valor y ferocidad en la defensa de la ciudad y sus habitantes", destaca la historiadora.
La unidad, que para aquel entonces también contaba entre sus filas con anglosajones, escoceses, irlandeses, normandos, daneses, noruegos y suecos, combatió hasta el límite de sus fuerzas. La tropa que defendía la torre de Gálata fue pasada a cuchillo por los cruzados quienes, después de estrellarse decenas de veces contra las hachas vikingas, lograron abrir brecha en las murallas el 12 de abril de 1204. Los varegos se dispersaron y los cruzados saquearon Constantinopla durante tres días.
Una vez que la autoridad bizantina logró imponerse cincuenta años después, la Guardia quedó reducida a su mínima expresión. Cuando la artillería otomana barrió sus murallas en 1453, los varegos solo lo eran de nombre, relegados a formar parte de las ceremonias y el protocolo palaciego.
Fortunas
Miles de jóvenes vikingos soñaban con enrolarse en sus filas. En el año 1046, uno de los comandantes más notables de esta legendaria guardia regresó a su hogar. Vestido con coloridas y ricas sedas bizantinas, cargado con oro y riquezas, Harald Hardrada regresó a Noruega dispuesto a reclamar el trono. Sería el rey que cerraría la época vikinga.
[El terrible dolor de muelas que torturó a los vikingos cristianos de una aldea de Suecia]
Sobrevivió hasta a tres emperadores y sirvió como comandante de la unidad. Se ganó el apodo del "devastador de búlgaros" en los Balcanes, persiguió a los piratas árabes en los confines del Mediterráneo oriental y derrotó a los avezados pechenegos en Anatolia, entre otras aventuras.
Su sobrino, el rey Magnus, le vendió la mitad del reino a cambio de la mitad de su generoso tesoro. Quizá fue parte de este tesoro la moneda de oro bizantina descubierta hace poco en Noruega. El origen de este tesoro se encuentra en los generosos sueldos que recibían los varegos al servicio imperial. Además de tener la costumbre de asaltar el palacio una vez moría un emperador —conocida como Pólútasvarf—, este solía hacerles costosos regalos especiales en Semana Santa y en ocasiones les entregaba hasta un tercio del botín de guerra.
Basilio II tuvo buen ojo a la hora de crear dicha unidad debido a que "estos mercenarios varegos con todo el peso de la defensa del Imperio sobre sus espaldas siempre que entraron en combate demostraron su valor, su vigor y hasta su 'ruda' eficacia ante el enemigo siendo los primeros en luchar y los últimos en seguir haciéndolo incluso cuando todo estaba perdido", concluye Cabrera-Ramos.