Lejos del runrún de los turistas y curiosos que se arremolinan ante la obra maestra de la arquitectura modernista, el emblemático Antoni Gaudí ideó el templo de la Sagrada Familia de Barcelona como un edificio casi apocalíptico dedicado a la expiación de los pecados de una ciudad, un país y un mundo desgarrados por la conflictividad social. En la capilla del Rosario, terminada en 1897, destaca su increíble y rica colección escultórica. Además de la Virgen del Rosario con un niño Jesús en sus brazos escoltada por santo Domingo y santa Catalina, una zona representa al mal y las tentaciones del hombre.
Una mujer arrodillada clama al cielo mientras un horripilante diablo le ofrece dinero para prostituirse. Al otro lado un obrero recibe el regalo de otro demonio que le pone en las manos una extraña versión de la manzana de Eva. Aquel fruto prohibido repleto de pinchos puede recordar a una naranja, pero se trata de una bomba Orsini, un letal explosivo que detona al impactar y que fue ampliamente utilizado por los comandos anarquistas en sus campañas de atentados.
Cinco años antes de abrirse la capilla, el 7 de noviembre de 1893, Santiago Salvador, anarquista de 32 años, aterrorizó a toda Barcelona al arrojar dos de estos explosivos sobre las butacas del teatro Liceo. Una de ellas falló en su destino homicida, pero la otra sacudió el edificio abarrotado por miembros de la alta sociedad acabando con 20 personas y dejando heridas a 27. "Con el crimen, los teatros quedaron muertos, o poco menos, y el gran Liceo no se abrió durante un tiempo porque se pensó que nadie acudiría", relata Susana Sueiro Seoane, catedrática de historia contemporánea en la UNED, en El anarquista errante (Marcial Pons).
Un desconocido tipógrafo
Aquel día se inauguraba la temporada de ópera y los espectadores estaban esperando el segundo acto de la obra de Rossini Guillermo Tell. El republicano Odón de Buen, padre de la oceanografía española, estaba cenando cerca del lugar y fue de los primeros en presenciar el horror. Entre los aullidos de mutilados, rostros desencajados y jóvenes con ricos vestidos desgarrados por la detonación, un nauseabundo aroma metálico inundó sus fosas nasales. Recordó que llovía, dando al día un ambiente todavía más tétrico, y que, aún así, llegó a casa con los zapatos teñidos de un rojo macabro.
Muchos periódicos y panfletos se hicieron eco del atentado, entre ellos los diarios anarquistas que crearon una tupida red de partidarios, activistas y simpatizantes en todo el mundo. Uno de ellos fue El Despertar, editado en Brooklyn y en el que colaboró el esquivo tipógrafo Pedro Esteve, hilo conductor sobre el que gira la obra de Sueiro Seoane. En ella realiza una radiografía de una época envuelta entre las llamas de atentados que acabaron con presidentes, como el español Cánovas del Castillo o el estadounidense William McKinley; o de conspiraciones como la de la Mano Negra.
Su nombre suele confundirse en las fuentes y parece que no tenía una personalidad desbordante, pero aquel hombre nacido en Sant Martí de Provençals (Barcelona) dedicó toda su vida a la agitación y la propaganda entre los obreros, inmigrantes, trabajadores de los muelles y mineros por toda Cataluña y EEUU. "No es posible hablar del movimiento anarquista en Norteamérica sin referirse a Pedro Esteve", explica la historiadora.
Este fue un ferviente partidario de la "propaganda por el hecho" justificando los atentados y la violencia contra símbolos del Estado y grandes autoridades civiles a consecuencia de la represión del movimiento obrero y anarquista. Este tipógrafo, ni nadie en la red anarquista de la época, era ajeno a los atentados ocurridos en cualquier parte del mundo en su particular y global "campo de batalla". El primero de estos atentados propagandísticos en España ocurrió el domingo del 24 de septiembre de 1893.
La ley del Talión
Hacía menos de un año que el gobierno había ejecutado a garrote vil a cuatro anarquistas y Paulino Pallás decidió devolver el golpe acabando con el general Arsenio Martínez Campos durante un desfile. Al grito de "¡Viva la anarquía!", arrojó un explosivo sobre el caballo del general que, de forma milagrosa, salió ileso. Pallás fue detenido y fusilado y, dispuesto a seguir la ley del ojo por ojo, Santiago Salvador voló el Liceo de Barcelona.
A cada atentado anarquista le sucedía una oleada de detenciones, torturas, destierros y ejecuciones en muchas ocasiones completamente arbitrarias que sumió Barcelona y España en un ambiente opresivo. Algunos críticos mencionaron con humor ácido que había vuelto la Inquisición, mientras desde rotativas clandestinas del otro lado del charco Pedro Esteve jaleaba los atentados.
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Pallás fue alabado por El Despertar por su estoica muerte entonando himnos anarquistas y rechazando el consuelo religioso. Sobre Santiago Salvador, antiguo carlista, corría el rumor de que se había reconciliado con Dios después de varias sesiones de brutales torturas en los calabozos. Solo en el momento de ser ejecutado "portóse bravamente, burlándose de la religión y ensalzando la Anarquía", relató el diario que dedicó varios artículos a cubrir y justificar el suceso.
"La sociedad era tan injusta que muchos anarquistas creían que había que destruirla como una especie de catarsis. Era necesaria la purificación de la destrucción para, de las cenizas, construir una sociedad nueva. De ahí la fascinación por la dinamita. Las bombas representaban algo hermoso ya que simbolizaban el fuego purificador", explica la historiadora.
A pesar de ser un movimiento anticlerical, llama poderosamente el culto a sus caídos y su relación cuasi religiosa con la causa que defendían. Al igual que los mártires cristianos, creían que su inmolación servía para fortalecer la semilla de un nuevo mundo. En 1897, Michele Angiolillo fue ejecutado a garrote después de matar a tiros a Cánovas del Castillo en un balneario de Mondragón. "¡Germinal!", gritó antes de ser asfixiado, dando a entender que de su muerte nacerían más anarquistas dispuestos a luchar y morir por la causa.
Paradojas del destino, este fuego desatado por las bombas Orsini quedó inmortalizado en las esculturas de la Sagrada Familia, templo dedicado a la expiación de los pecados y que, si uno sabe leer sus mensajes, abre una ventana hacia violentos episodios de nuestro complejo pasado.