La guerra había terminado y la revolución nacionalsindicalista no arrancaba ni arrancaría jamás. En 1939 una España en ruinas observaba desde la barrera el tifón de la Segunda Guerra Mundial que sacudía Europa y el mundo entero, sin decidirse a cruzar los Pirineos. Un grupo de excombatientes falangistas descontentos con el nuevo régimen de Franco, aún con ganas de gresca, quisieron cambiar las cosas.
Su presidente era el teniente coronel Emilio Rodríguez Tarduchy, camisa vieja y nacionalista hasta las trancas que despreciaba a los burócratas y oportunistas que plagaban los despachos de Falange. A pesar de haber pasado toda la Guerra Civil refugiado entre las cuatro paredes de la embajada chilena, su hogar en el oscuro y tétrico Madrid de posguerra se convirtió en la sede de una Falange clandestina.
Las reuniones no eran demasiado habituales y buscando captar partidarios habían aireado demasiado su descontento. Las autoridades les seguían la pista. La guerra se enquistaba en Europa y el tiempo se acababa. En marzo de 1941 la tensión estaba a flor de piel y, bajo un cielo plomizo, la junta clandestina debatía un atentado que cambiaría la historia: iban a asesinar a Francisco Franco.
Todo empezó en Salamanca
16 de abril de 1937, Salamanca. La Guerra Civil veía su final cada vez más lejos y los combates se recrudecían. Falange estaba dividida. Manuel Hedilla era incapaz de atajar el descontento entre los más enfervorizados que cuestionaban su liderazgo. El cabecilla de la formación en Andalucía, Sancho Dávila, acompañado por Agustín Aznar y Rafael Garcerán, habían intentado destituirle y convocar por su cuenta un triunvirato hasta el regreso de José Antonio Primo de Rivera, fusilado en Alicante por los republicanos, pero cuya su muerte seguía poniéndose en duda.
Ante este ataque dentro del partido y la formación de bandos, José María Goya, uno de los jefes de milicias, se presentó como mediador para llegar a un acuerdo y, acompañado de un nutrido grupo de guardaespaldas fuertemente armados, se personó aquella noche en casa del insurrecto Dávila. Nunca quedó del todo claro lo que ocurrió. Parece que la discusión subió de tono hasta que resonaron, secos y atroces, varios disparos. Goya y un guardaespaldas de Dávila estaban muertos cuando llegó la Guardia Civil y detuvo a los presentes.
Al día siguiente, Hedilla reunió de urgencia al Consejo Nacional de Falange. Con la atmósfera cargada y oliendo a cadáver, fue elegido como líder indiscutible ante la abstención generalizada. Franco le felicitó de forma tímida. Dos días después, el futuro dictador decretó la unificación de Falange con la Comunión Tradicionalista. El nuevo partido tenía a Franco como jefe nacional. Hedilla, estupefacto, no daba crédito. Para compensarle le habían elegido como miembro de un órgano puramente honorífico sin ningún papel real. Le desterraban con honores.
Se negó y a los tres días fue detenido por rebelión y condenado a dos penas de muerte que nunca se ejecutaron. Todavía sin recuperarse de la conmoción, casi todos los líderes falangistas fueron retenidos varios días por la Guardia Civil o la Policía Militar en toda España. Los que más quejas pusieron a la unificación fueron invitados a presentarse en primera línea. En la nueva España que dibujaba Franco no había espacio para juegos políticos, guardias de los luceros ni primaveras que ríen. De Falange y el carlismo solo le interesaban sus símbolos y poder aglutinador. Lo importante era tenerlos controlados.
La conjura
El nuevo partido se llenó de franquistas, burócratas y demás personajes afines. Los camisas viejas se veían cada vez más desplazados entre sus propias filas. Traición, pensaban algunos de los más fanáticos. Otros soñaban que al terminar la guerra las cosas volverían a su cauce y Falange recuperaría cierta independencia, pero nunca ocurrió. Puestos así, con la sangre caliente después de casi cuatro años descuartizándose en las trincheras con sus compatriotas republicanos, empezaron a conspirar.
La revolución iba a tener lugar por las bravas y en 1940 se comunicaron con el general Juan Yagüe, que siempre se había mostrado hostil al decreto de unificación. Este conspiraba por su cuenta desde hacía años y se mostró partidario de la Junta clandestina, aunque no les ofreció más ayuda que su ánimo y una vaga promesa de apoyo en caso de necesidad.
"Entretanto, uno de los ayudantes de Yagüe le denunció a Franco. Este llamó a Yagüe a su despacho y le afeó su proceder (...) confundido, reconoció sus faltas y se echó a llorar. Pero Franco, recurriendo a su táctica preferida, en lugar de castigarle, le ofreció un ascenso. Con ello destruía la independencia política de Yagüe, lo desprestigiaba ante sus seguidores y lo inutilizaba para la conspiración", explica el hispanista y experto en el franquismo Stanley G. Payne en Falange. Historia del fascismo español (Ruedo Ibérico).
La Junta clandestina, consciente de que el gobierno sabía de su existencia, se reunió de urgencia en marzo de 1941. Estaban cada vez más solos. Sin Yagüe, tampoco habían tenido éxito a la hora de encontrar ayuda en la Alemania nazi.
Se reunieron varias veces con los representantes del partido nazi en Madrid buscando alguna clase de apoyo que jamás se concretó. Desde Berlín no quisieron mojarse demasiado, conscientes de que podría convertirse en un avispero. A pesar de todo siguieron negociando hasta febrero de 1941.
En líneas generales querían convertir a España en un mero títere del Tercer Reich. Estas sangrantes condiciones propuestas por los germanos fueron rechazadas de plano por los conspiradores. La junta decidió seguir adelante con sus planes sin contar con la ayuda alemana.
Primero habían tramado asesinar a Serrano Suñer, pero Franco era el auténtico obstáculo. "Había, pues, que derribarle de un golpe o decidirse a aceptar su jefatura", continúa Payne. Los conjurados comenzaron a idear a la carrera posibles magnicidios espectaculares a medida que discutían sobre las consecuencias que tendría.
Pasados unos apasionados momentos de euforia se fueron desinflando y decidieron someter el asunto a votación. Ninguno de los cinco votaron a favor y sólo hubo una abstención. Los mandos inferiores conchabados con la junta clandestina decidieron que no querían tener nada que ver con aquello. Poco después se autodisolvieron y fingieron que nunca había pasado nada.
"Los conspiradores no veían como podrían controlar la caótica situación que se produciría a la muerte de Franco (...) El complot fue descubierto por las autoridades pero como los propios conjurados habían renunciado voluntariamente a sus proyectos, el gobierno no tomó la cosa en serio y la mayor parte de los conspiradores no fueron ni si quiera inquietados", concluye el historiador.