Era el 20 de febrero de 1950 y, con la pistola aún humeante, un hombre huía a la carrera después de rematar de un tiro en la sien a su víctima. En el suelo, con el olor de la cordita en el aire, un charco oscuro envolvía como un rojo sudario a José Gallostra y Coello de Portugal, diplomático de carrera y representante oficioso del régimen de Franco en México. Madrid esperaba que aquel brutal atentado reconciliase los roces entre ambas naciones y terminase con un reconocimiento oficial de sus funcionarios. Sin embargo, la respuesta mexicana levantó primero indignación e impotencia para terminar en amarga resignación. Solo reconocería la España democrática una vez muerto el dictador.
Cuando el golpe de Estado de julio de 1936 arrastró al país hacia la Guerra Civil, al otro lado del Atlántico, un México nacido de la revolución y presidido por Lázaro Cárdenas no dudó en tomar partido por la Segunda República en contra del Pacto de no Intervención firmado por la Sociedad de Naciones. Además de proporcionar armas y suministros, cuando los despojos del Ejército republicano huyeron acompañados de un mar de refugiados, tendió su mano y recogió gran parte de la diáspora. El fin de la contienda que congeló los corazones de los españoles no cambió la postura mexicana.
En agosto de 1945, al amparo del Salón de Cabildos de la Ciudad de México, se reunieron de manera simbólica las Cortes republicanas: Diego Martínez Barrio fue elegido como presidente y José Giral jefe del Estado. El país del águila y el nopal sólo reconocía a una España y bloqueó la entrada del gobierno franquista en las Naciones Unidas. El paso del tiempo calmaría la situación y los exiliados se integraron a la perfección en su nueva patria a nivel laboral e intelectual.
Mártir franquista
Era un momento en el que el fantasma de la Guerra Fría amenazaba al mundo y, con los años, se establecieron algunos contactos no oficiales entre Madrid y la capital mexicana. Pero todo saltó por los aires cuando dos secos estampidos sacudieron las calles de Ciudad de México.
"El régimen franquista orquestó un multitudinario y bien planeado acompañamiento, dejando en evidencia que la muerte de su diplomático -convertido en mártir de la patria- debía exhibirse por las calles de Madrid (...). Gallostra fue presentado como un nuevo caído por España, y su muerte sirvió, entre otros fines, para reclamar políticamente la unidad del pueblo español, su adhesión incondicional al Generalísimo Franco", explica en un artículo publicado en la Revista de Indias Carlos Sola Ayape, miembro de la Real Academia de la Historia y profesor de la Escuela de Humanidades y Ciencias Sociales del Tecnológico de Monterrey.
Aquellos ajetreados días de febrero levantaron expectación. Antes de 1936, el asesinado había sido diplomático en Pekín, La Paz, Sao Paulo y Roma, entre otras ciudades. Con la guerra desertó en favor de los rebeldes, alcanzó el rango de alférez de artillería y en 1948 llegó a Ciudad de México con la delicada misión de acercar posturas y conseguir acuerdos comerciales. Los medios locales afirmaban que mantenía relaciones cordiales con los exiliados republicanos aunque se rumoreó que podía ser un espía.
El mismo día del atentado, dos agentes de tránsito interceptaron al tirador. El detenido era el cubano español Gabriel Salvador Fleitas Rouco y ya era conocido por las autoridades después de haber pasado una temporada en prisión por robo y falsificación documental asociados a actividades de agitación en el país americano.
En comisaría declaró que era anarquista y veterano de la División XXVI desplegada en el frente de Madrid. Miguel Alemán, presidente mexicano, trató el suceso ateniéndose a la legalidad. "[El] crimen fue tratado como un delito más y se abordó conforme a protocolo policíaco y judicial y el asesino fue condenado y encarcelado en la penitenciaría de Lecumberri", detalla Sola Ayape.
Países hermanos y "accidentes"
El ejecutivo mexicano no mostró interés en reconocer el caso como un episodio de "la conspiración internacional comunista" -como se afirmó en España- ni a Gallostra y sus sucesores como diplomáticos. El moderado y pragmático presidente Alemán estaba presionado por el ala izquierdista de su partido e influyentes miembros del exilio republicano. Temía una reacción violenta en su contra y ser tildado de "vendido al fascismo". En apoyo al régimen, la embajada de Portugal en el país americano ondeó su bandera a media asta y las condolencias de diplomáticos de EEUU, Canadá y demás naciones se acumularon en la mesa de Justo Bermejo Gómez, sucesor de Gallostra.
Las aspiraciones de Madrid de alcanzar acuerdos diplomáticos, comerciales y culturales no se cumplieron, pero sí que consiguió una victoria simbólica al otro lado del océano. La prensa mexicana mostró una repulsa generalizada ante el atentado, el arzobispo de Ciudad de México se prestó a oficiar una misa en honor al asesinado antes de su repatriación y el Casino Español, sede cultural de la colonia española, instaló una capilla ardiente para despedir a Gallostra.
La aséptica reacción oficial indignó en Madrid. El diplomático Pedro Prat Agacino, enviado por el Ministerio de Asuntos Exteriores para hacerse cargo del cuerpo de Gallostra, propuso exigir visado a todos los mexicanos que volasen en la aerolínea Iberia y consideraba indecoroso invitar a España a cualquier miembro de las autoridades. Más calmado habló su acompañante. Alfredo Sanchez Bella, director del Instituto de Cultura Hispánica, recomendó a sus superiores del Ministerio "revisar cuidadosamente la posición política que España deba adoptar en las futuras relaciones hacia ese país".
Pocos días después del atentado, tomada la temperatura del suceso y con toda la información disponible, Franco tuvo la última palabra en la definitiva postura oficial. Habló al diario mexicano Execlsior en un tono sumamente conciliador afirmando que "por encima de los accidentes que sufran las relaciones oficiales, existirá un sentimiento de afecto y comprensión entre nuestros pueblos". No había conspiraciones ni asesinatos, había accidentes.
Aquel atentado anarquista no acercó a los países separados por el Atlántico. Más de una década después de la Guerra Civil, "España -la franquista- todavía era demasiado poco importante en México para que cualquier ruptura representase un acontecimiento grave que obligase a su Gobierno a rectificar", concluye Sola Ayape.