"Franco empleó su gran astucia y su hábil manejo de la corrupción para alcanzar la cumbre del poder. El castigo se reservaba a los que no se dejaban corromper y militaban en la oposición; prácticamente el fraude dejó de ser delito, siempre que contara con el apoyo de un personaje del Régimen". Estas palabras no las pronunció algún enemigo del dictador, sino Ramón Garriga, periodista afín que había desempeñado diversos cargos en los servicios de propaganda franquistas, como el de agregado de prensa en la embajada española en el Berlín nazi.
Un testimonio al que se le podría añadir el de otro personaje nada sospechoso: José María Gil-Robles, ministro de la Guerra en 1935 y líder de la derecha durante la Segunda República. Según su opinión, lo más negativo de Franco era "la transigencia con toda clase de inmoralidades administrativas, la desvalorización consiguiente de los principios morales, y la excitación del apetito de los aspirantes a los puestos de mando como fuente de beneficios personales. El virus de esa degradación moral continúa haciendo estragos en muchos sectores de las nuevas generaciones". Y añadía que "por desgracia Franco transigió con la inmoralidad de muchos de sus colaboradores para asegurarse su apoyo incondicional".
El propio dictador, como ha demostrado el historiador Ángel Viñas en La otra cara del Caudillo (Crítica, 2015), se hizo millonario gracias a la Guerra Civil y fue uno de los principales benefactores de la corrupción de un régimen en el que el fraude fiscal alcanzaba "niveles escandalosos", como resume Carlos Barciela, catedrático emérito de la Universidad de Alicante y estudioso de la economía y de las instituciones económicas españoles, en Con Franco vivíamos mejor (Catarata).
Hubo intentos desde dentro de la maquinaria franquista de combatir el fraude y reformar la Hacienda. Francisco Gómez de Llano, nombrado ministro de Hacienda en 1951, promovió dos leyes contra la defraudación y el contrabando y trató de mejorar la inspección. Aunque estas medidas mejoraron un poco la recaudación, tuvieron muy corto recorrido por culpa de la falta de personal adecuado y del escaso apoyo político dentro del Gobierno.
Y quizá así se entienda mejor la opinión que tenía Franco de este hombre. "No me gusta la actuación del ministro de Hacienda. Gómez de Llano es muy flojito, poco enérgico y no lleva nada bien en su departamento", le confesó a su primo, Francisco Franco Salgado-Araujo en 1956. Algo que reiteró en 1961: "No sabía por dónde se andaba y no seguía las orientaciones que daba el Gobierno".
[El olvidado asedio de la Guerra Civil que acabó en una masacre de los sublevados]
A pesar del provocador título, el nuevo ensayo de Barciela desmonta los principales mitos económicos que rodean la figura del dictador, aquellos que lo ensalzan como el inventor de la seguridad social, como el preocupado gobernante que se esforzaba por que en ningún hogar faltara el pan y la lumbre o como el artífice de la equiparación de España con las potencias desarrolladas de Occidente por medios milagrosos. Su política autárquica fue un "fracaso económico" y la situación solo mejoró a partir del Plan de Estabilización de 1959 que, según el investigador, el propio Franco aceptó de mala gana.
"Franco optó más por la propaganda que por la acción. Hablar, pronunciar discursos plagados de promesas, promulgar disposiciones... resultaba barato. Hacer que pagaran los ricos y gastar de verdad en el bienestar de los españoles era otra cuestión bien distinta. Y eso nunca estuvo en sus planes", resume el autor. Eso hizo el dictador, por ejemplo, con su pretendida política de vivienda barata. Los datos muestran que la construcción fue mínima y con una calidad ínfima. A su muerte, Madrid tenía el dudoso récord de contar con el mayor porcentaje de población chabolista de las capitales europeas.
Intervención del Estado
Uno de los pilares de la autarquía fue la decisión de "disciplinar los precios" y conseguir que volviesen a los niveles previos a la insurrección de 1936. Franco, que nunca había realizado estudios de economía y tenía aversión a la lectura —José María Pemán contó que el almirante Suanzes, durante las cacerías, le entregaba al caudillo libros cortos y sencillos que ni si quiera hojeaba—, confiaba en que la intervención del Estado resolviese los problemas que el mercado, a su juicio, era incapaz de solucionar. En mayo de 1946 justificó que "la intervención, por mala e imperfecta que pueda ser, es la única salvaguardia de los pobres". La hambruna de esa década desmintió su teoría: los más ricos fueron capaces de hacer fabulosos negocios en el mercado negro mientras los más humildes no tenían apenas nada que comer.
Si la escasez de alimentos impidió cumplir la segunda parte del célebre eslogan de "ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan", el frío fue un compañero habitual en muchas casas durante la posguerra. Barciela recuerda que la escasez de energética de esos años se debió a los cortes en el suministro de petróleo procedente de Estados Unidos provocados por la política pro-Eje del dictador, que reexportaba el crudo americano y wolframio a Alemania e Italia.
De los muchos temas que analiza Carlos Barciela confrontando las proclamas fantasiosas de Franco con los datos de la realidad económica del terreno, resulta de gran interés el capítulo dedicado a desentrañar el verdadero origen del sistema de seguridad social español. El franquismo creó en 1942 el Seguro Obligatorio de Enfermedad, que solo cubría a los trabajadores fijos por cuenta ajena con bajas retribuciones y a sus familiares y cuyos fondos procedían de las cotizaciones de los propios trabajadores, no del Estado.
En 1963 se aprobó la Ley de bases de la seguridad social, que no se puso en marcha hasta 1967 y no creó ningún sistema de seguridad social, sino que manifestaba "un propósito, una idea, una aspiración", sin llevar a cabo "ninguna actuación concreta". El sistema se financiaba casi en su totalidad con las aportaciones de los propios beneficiarios, que eran principalmente gente joven que no solía usar las prestaciones. Esto provocó un superávit en las cuentas del régimen. "Además del 'milagro' del crecimiento económico, el franquismo hizo otro 'milagro' todavía mayor: conseguir que, a finales de la dictadura, el 80% de los españoles tuviera asistencia sanitaria, aportando el Gobierno apenas un 5% de su coste. Y, además, presumir de ello", resume el catedrático.