Luis Jiménez de Asúa, diputado socialista y vicepresidente de las Cortes salidas tras las elecciones de febrero de 1936, era un objetivo de la extrema derecha tras haber defendido a Francisco Largo Caballero en el juicio por su papel en la revolución de octubre. Por ese motivo, el catedrático de Derecho Penal disponía de un escolta, el agente del Cuerpo de Investigación y Vigilancia Jesús Gisbert Urreta. El 12 de marzo, pasados unos minutos de las ocho de la mañana, el político salió de su domicilio en la calle de Goya de Madrid, acompañado de un amigo, para dirigirse hasta la Universidad Central.
En el momento que los tres hombres abandonaban el portal del edificio, Jiménez de Asúa se detuvo al ver en la calle a cuatro individuos esperando en un viejo Chevrolet con las puertas entreabiertas. Pese a la inseguridad que suscitaba la escena, decidió empezar a caminar. Antes de llegar a poner el pie en el estribo de su coche, vio cómo uno de los sospechosos, ataviado con una gabardina y un sombrero, sacaba una pistola y empezaba a disparar. "¡Estos nos quieren matar", exclamó el socialista al mismo tiempo que salía corriendo en zigzag hasta doblar por la calle Velázquez y conseguía refugiarse en una carbonería.
La lluvia de balas destrozó el escaparate de un concesionario y alcanzó en el hígado a Gisbert, que había cubierto la huida del hombre que sería uno de los presidentes de la Segunda República en el exilio. "¡Don Luis, me han matado!", dijo el agente, que fallecería esa misma mañana, poco antes de desplomarse. El suceso se registró en el número 24 de la calle de Goya, a muy pocos metros de donde este jueves Alejo Vidal-Quadras, expresidente del PP de Cataluña y fundador de Vox, ha recibido un disparo en la cabeza que no ha resultado mortal. La principal hipótesis es que el tiroteo haya sido encargado a un profesional que ha ejecutado una "acción planificada" por el régimen iraní.
El intento de asesinato de Jiménez de Asúa se enmarca en el contexto temporal de las primeras medidas que tomó el Gobierno presidido por Manuel Azaña en materia de seguridad para depurar responsabilidades por la represión de la insurrección de octubre de 1934. Algunas de las más importantes fueron la amnistía de los delitos políticos y sociales, la readmisión e indemnización de los obreros despedidos por participar en las huelgas o el traspaso en Cataluña de los servicios policiales del poder central al regional, como recuerda el historiador Sergio Vaquero Martínez en su capítulo de Vidas truncadas (Galaxia Gutenberg), dedicado al importante y controvertido papel que desempeñaron las fuerzas de orden público en el crecimiento de la violencia política que tuvo lugar durante los meses previos a la Guerra Civil.
Los autores del homicidio de Gisbert fueron cuatro miembros del Sindicato de Estudiantes Universitarios, de ideología falangista: Alberto Ortega Arranz, Guillermo Aznar, José María Díaz Aguado y Alberto Aníbal Álvarez. Justificaron el atentado como una represalia por otro perpetrado dos días antes por unos comunistas y que se había cobrado la vida de dos jóvenes pertenecientes a Falange Española y Acción Católica.
Habían logrado huir a pie —su vehículo no arrancó— enfilando la calle Núñez de Balboa en dirección a Hermosilla. "Miguel Primo de Rivera le pidió al aviador Juan Antonio Ansaldo que los sacara de España y éste aceptó, pese a los reproches que le hicieron los jefes de la conspiración militar, que ya estaba en marcha", desvela Vaquero Martínez. Pese a la maniobra de fuga, los estudiantes fueron detenidos poco después en Hendaya. Un tribunal francés les concedió la libertad por haberse demostrado que el delito era político. La Policía española solo pudo prender finalmente a uno de los autores.
En un juicio celebrado en la Audiencia Provincial de Madrid, Alberto Ortega fue condenado el 6 de abril a veinticinco años y nueve meses de reclusión mayor por asesinato con premeditación y a otros cinco de prisión menor por tenencia ilícita de armas. En venganza, los falangistas asesinaron cuatro días más tarde al juez Manuel Pedregal Luege, que había actuado como ponente del tribunal. Otro episodio más de una espiral de violencia que afectaría en las siguientes semanas a otros agentes de las fuerzas del orden, como el guardia civil Anastasio de los Reyes y el teniente José del Castillo.
La capilla ardiente del agente José Gisbert, a quien le fue concedida la Encomienda de la Orden de la República y entró en el panteón de héroes de la Policía, se instaló en la Dirección General de Seguridad. Allí se reunieron sus compañeros y miembros destacados de otros cuerpos, el alcalde de Madrid, el gobernador civil y varios ministros. Al día siguiente, 13 de marzo de 1936, entre 20.000 y 40.000 personas se amontonaron bajo una fuerte lluvia para despedir al guardia en su traslado al cementerio del Este en un desfile que duró más de cuatro horas.
Al regresar del entierro, algunos miembros de asociaciones obreras organizaron una manifestación no autorizada dando mueras al "fascio" con el puño en alto. La protesta pacífica acabó desembocando en graves disturbios, como los incendios de las iglesias de San Luis de los Franceses y de San Ignacio, y el asalto a la redacción y los talleres del periódico derechista La Nación, que a partir de ese momento dejaría de publicarse —también se intentó quemar el edificio del diario monárquico ABC—.
"Este asesinato motivó un cambio sustancial en la política de orden público, que cristalizó en una persecución más intensa de los falangistas", resume el historiador Sergio Vaquero Martínez. El Gobierno prorrogó el estado de alarma un mes y dispuso el cierre de las sedes de Falange y la detención de la mayoría de sus líderes, incluido José Antonio Primo de Rivera. También tomó medidas para depurar a los elementos de extrema derecha de las fuerzas militares y policiales, creando la medida de "disponible forzoso", sustituyendo a numerosos jefes de los cuerpos de Seguridad, Vigilancia y Guardia Civil o reservándose el derecho de sustituir a los miembros del Ejército que sospechara que podrían estar implicados en la conspiración que provocaría la Guerra Civil.