Un nuevo espectáculo rivalizó con los osos, tigres, monos y demás bestias de la vecina Casa de Fieras del parque del Retiro. Una tribu inuit de la ártica península del Labrador cautivó a los visitantes. Del 10 de marzo al 28 de abril de 1900 se encontraban en la capital española como escala previa a la Exposición Universal de París. El éxito fue notable a pesar de sus elevados precios: la entrada costaba una peseta.
Los curiosos podían ver a una colección de hombres, mujeres, niños y ancianos, realizar danzas guerreras tradicionales y vivir en cabañas de pieles y huesos de ballena en los Jardines de Recreo. Para ofrecer variedad, "los hiperbóreos" realizaron varias competiciones de regatas en kayak, corrieron en sus trineos de perros o ejecutaron danzas guerreras. Los ganadores eran recompensados con tartas de foie gras, dulces y paquetes de tabaco que fumaban con gran ansiedad. La imagen de los cazadores del Ártico, cubiertos de pieles de reno y foca, chocó con la imaginación de la afición. A algunos les parecieron poco "salvajes y primitivos" y se extendió el rumor de que eran actores disfrazados que encubrían una campaña de publicidad de las compañías tabacaleras.
Además de competiciones deportivas, curtieron pieles, elaboraron botas, látigos y arpones al modo tradicional. También tallaban estatuillas de hueso y marfil que eran vendidas a modo de suvenires. Enmascarado bajo un aparente interés educativo, al observar los carteles publicitarios queda claro que los mal llamados esquimales -término despectivo que significa "comedores de carne cruda"- eran el auténtico espectáculo: "De 3 a 4 comida de los esquimales de pescado y carnes crudas. A las 11:30 y a las 5 comida de los perros", se anunciaba.
Civilización y barbarie
Eran tiempos de colonialismo y estudios científicos basados en la raza en toda Europa y el mundo occidental. Desde la Exposición Universal de Londres de 1851 se hizo tremendamente popular la idea de exhibir pueblos y sus modos de vida tradicionales para la curiosidad de la población y para el estudio de médicos, naturalistas y los primeros antropólogos.
Sus objetivos en un principio consistían en "mostrar los logros y avances industriales de las metrópolis y exhibir a 'los otros', tomados de territorios periféricos o colonias, celebrando de esta forma la exposición industrial, como fenómeno colectivo, 'la ascensión al poder de los civilizados sobre la naturaleza y los primitivos'", explica Ana Verde Casanova, conservadora del Museo de América, citando al antropólogo Brian Street.
El convaleciente Imperio español no quería quedarse en la cola de la moda europea. Los inuit no fueron los primeros indígenas en exhibirse ante la curiosidad del público peninsular. Unos meses antes de su llegada a Madrid, el show de Buffalo Bill y sus pieles rojas desembarcaron en Barcelona.
En 1897 el Museo de Historia Natural presentó al público un grupo de ashantis africanos en El Retiro. Diez años antes, la Exposición General de las Islas Filipinas estrenó el Palacio de Cristal y mostró a 42 nativos del archipiélago homónimo junto con indígenas de las islas Marianas y Carolinas acompañados de búfalos de agua. Una "mora de Joló" murió en la capital y su cadáver pasó al depósito del citado museo para su estudio antropológico.
El empresario José Jiménez Laynez, personaje dudoso, oscuro y posiblemente relacionado con el mundo del teatro, aprovechó el interés generalizado en tribus y pueblos exóticos para alquilar los Jardines de Recreo y montar un auténtico "poblado esquimal" del polo norte.
"El espectáculo consistía en mostrarlos al público en el contexto de su vida habitual, de forma que la audiencia pudiera obtener una auténtica visión de los esquimales mediante la generalización de su imagen, aunque se resaltaron los aspectos más inusuales", explica Verde Casanova.
La prensa del momento pronto se hizo eco de las casas de musgo, barro, pieles y hueso que poblaron el Retiro y de sus peculiares habitantes venidos del otro lado del mundo. Incluso Emilia Pardo Bazán les dedicó un artículo.
En el número de la revista Ilustración artística del 26 de marzo de 1900 se recogieron algunas declaraciones de los inuit: "En su chapurreteado inglés dicen que hacen un gran elogio de Madrid, de su temperatura, que nosotros creemos fría y ellos califican de benigna y deliciosa, de la amabilidad de la gente, del lujo, de la hermosura del arbolado y hasta de la belleza femenina, pero añaden suspirando —'¡el pescado no está demasiado fresco! ¡No nos dejan pudrirlo a nuestro gusto!'".
En el diario La Época recogieron el 10 de marzo que "aullando" en su idioma se quejaban del calor. A los pocos días de su llegada a Madrid, una de las mujeres del grupo, Aulanu-ike, dio a luz a una pequeña a la que llamaron Inuksiak, "siempre alegre".
"Nunca más volveremos"
Entre los siglos XIX y XX, la situación de las poblaciones indígenas en el norte de Canadá era (y es) lacrimógena. Las epidemias como la viruela y la tuberculosis acabaron con miles de personas. Sus jaurías de perros morían de hambre, al mismo tiempo los buques de pesca occidentales esquilmaban las costas del Labrador.
Menos caza y pesca significaba menos comida y menos elementos con los que comerciar en un entorno hostil por sí mismo. Algunos de ellos se dejaron arrastrar por los cantos de sirena de empresarios sin escrúpulos que les prometían montañas de dinero en Europa o las pujantes ciudades de EEUU. Otros simplemente habían contraído demasiadas deudas como para negarse.
En un principio la falta de anticuerpos acabó con los inuit que eran trasladados a exposiciones en EEUU y Europa. "Sin embargo, en los últimos años del siglo las secuelas se dejaran también sentir en sus lugares de origen al regresar algunas personas de estas exhibiciones con enfermedades incubadas, y producir contagios entre la población", explica Verde Casanova.
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El grupo que conquistó Madrid fue reclutado posiblemente por la Compañía de la Bahía de Hudson. Al abandonar la capital española se les trasladó a París y de ahí a Ginebra. En 1901 les movieron a Argelia (bajo dominio colonial francés) antes de embarcarlos rumbo a EEUU.
El 28 de septiembre de 1903, un buque desembarcó a los supervivientes en la misión de Ramah, en la península del Labrador. Nunca se supo su número exacto: en Madrid se recogieron los nombres de 27 aunque había algunos más en aquel poblado de El Retiro. A su regreso al Labrador quedaban seis que desembarcaron enfermos y en la miseria. La humillación recibida a manos de los "civilizados" fue difícil de olvidar.
Uno de los inuit exhibido en Chicago en 1893 regresó a su enfermo y decadente hogar. Recibido por las gélidas noches polares expresó en nombre de sus compañeros: "Estamos contentos de haber vuelto a la libertad y no estar más expuestos como si fuéramos animales. Nunca más volveremos".