El Príncipe de Asturias arboló señal de retirada y de necesitar remolque por el lastimoso estado de su aparejo hacia las cinco de la tarde. El poderoso navío de tres puentes y 112 cañones, buque insignia del teniente general Federico Gravina, se encontraba ya muy averiado tras batirse con pericia y heroísmo contra varias naves británicas en la batalla de Trafalgar (21 de octubre de 1805). Con unas 150 bajas —el propio comandante de la escuadra española había resultado herido muy grave en un brazo—, poco más podía hacer y fue conducido a Cádiz con las primeras sombras de la noche.
Fue uno de los barcos de la flota aliada que no acabaron hundidos o apresados durante el choque. Y eso se logró gracias al eficaz desempeño de marinos como Miguel Ricardo de Álava (1772-1843), un teniente de navío vitoriano y ayudante de la Mayoría de la Escuadra que, en recompensa por sus acciones, fue ascendido a capitán de fragata un par de semanas después. Una década más tarde, este militar, político y diplomático, se encontraría en el escenario de otra de las batallas más importantes de las Guerras Napoleónicas: la de Waterloo. Curiosamente, las tornas habían cambiado y el enemigo se llamaba Bonaparte.
La biografía de Ricardo de Álava, que a lo largo de su animosa vida desempeñó los cargos de teniente general del Ejército, capitán de fragata de la Armada y presidente de las Cortes, esconde las peripecias de uno de los personajes más olvidados y fascinantes del convulso siglo XIX español. Y por encima de todo sobresale ese improbable hito de ser la única persona que combatió en Trafalgar y Waterloo.
En el célebre enfrentamiento naval hubo otro miembro de la familia con mayor rango y responsabilidad: su tío, el teniente general Ignacio María de Álava, que acabó herido y con más de 240 bajas en su dotación. Su buque insignia era el Santa Ana, de gran potencia pero uno de los peor preparados para el choque de la escuadra combinada, que se rindió ante el vicealmirante inglés Collingwood tras haber perdido todos los palos, aunque dejando casi inutilizado al Royal Sovereing.
Mayor protagonismo tuvo Ricardo en el desarrollo de la batalla que significó el final de Napoleón Bonaparte, aunque esta vez no le tocó combatir en primera línea: formaba parte del Cuartel General de lord Wellington, con quien había trazado una sólida amistad durante la Guerra de la Independencia. Fue en cierto modo casual su presencia en Waterloo el 18 de junio de 1815: el 26 de abril había sido nombrado de forma interina embajador en París con el apoyo explícito de Inglaterra, que obtuvo de Fernando VII la autorización para que Álava —el rey lo encarceló un par de meses por motivos oscuros— mantuviese contactos con Wellington en Holanda. Desde ese puesto realizó gestiones para la recuperación de obras de arte expoliadas en España por los franceses.
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Álava fue muy crítico con el emperador francés en su informe sobre el choque decisivo de la guerra remitido al secretario de Estado. "Su reputación militar se ha perdido para siempre; y, en esta ocasión, no hay traición por parte de los aliados, ni puentes volados antes de tiempo, a los que echar la culpa [en referencia a la batalla de Leipzig en 1813]: toda la vergüenza recaerá sobre él mismo", escribió. "La superioridad numérica, la superioridad de la artillería... todo estaba a su favor; y haber comenzado el ataque prueba que tenía medios suficientes para ejecutarlo".
De la Armada a la política
La carrera militar de Ricardo de Álava empezó a los trece años como cadete en el Regimiento de Infantería de Sevilla, pero pronto sentó plaza como guardiamarina en la Real Compañía de la Armada en Cádiz. El 7 de septiembre de 1795 fue nombrado ayudante de su tío Ignacio María, quien mandaba una flota encargada de dar la vuelta al mundo. Permaneció en América del Sur hasta embarcar en 1800 con destino a Europa. Durante la travesía de regreso fue hecho prisionero por los ingleses, y tras ser liberado a fin de año, pasó a un destino en tierra. A principios de 1801 obtuvo licencia para ir a su Vitoria natal para arreglar cuestiones relacionadas con la marcha de su hacienda y hacerse cargo de sus hermanas, que se habían quedado solas tras la muerte de su padre.
Nombrado ayudante del capitán del puerto de Cádiz en agosto de 1804, tomó el mando de un cañonero y participó en la expedición a la Martinica con la flota de Gravina, que a su regreso a España entabló combate en las cercanías de Finisterre con una escuadra británica. Era el prólogo de Trafalgar.
Tras aquella "derrota gloriosa" regresó a Vitoria, donde estableció su residencia en calidad de oficial de los Reales Ejércitos en situación de retirado del servicio. Allí le sorprendió el estallido de la Guerra de la Independencia, según detalla Alfonso Rivero de Torrejón en la entrada dedicada a Ricardo de Álava en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia. A finales de julio de 1808 se unió en Madrid a las tropas del general Castaños, victorioso en Bailén, con el grado de teniente coronel.
Conoció al duque de Wellington en Sevilla, pero a finales de enero de 1810 lo mandaron a Portugal para que comunicase al comandante británico el sentir de la Junta de Cádiz sobre la difícil situación militar en que se encontraban frente a los franceses. Ascendió a brigadier tras la batalla de Busaco por recomendación del propio Arthur Wellesley, con quien trabó una gran amistad. Sería un paso más en su meteórica escalada por el escalafón militar: general, mariscal de campo... Ricardo de Álava participó también en la batalla de Vitoria (1813) y acompañó a Wellington en la persecución de las tropas francesas en retirada.
Con Napoleón derrotado definitivamente en todo el continente, el español permaneció en París como embajador, resistiéndose al relevo en tal puesto por el de la cancillería en Holanda, hasta que finalmente se retiró a Vitoria en 1819 alegando motivos de salud, según se detalla en su biografía del Portal de Archivos Españoles.
Durante el Trienio Liberal fue elegido presidente de las Cortes Generales, siendo diputado por la provincia de Álava, periodo en el que también dirigió a la Milicia Nacional. Defendió el restablecimiento de la Constitución de 1812, pero con la intervención francesa en 1823 tuvo que huir a Cádiz, donde apoyó la destitución del rey Fernando VII como uno de los pocos diputados liberales que todavía resistían la ocupación. Marchó a Gibraltar con el apoyo de Wellington, para trasladarse posteriormente a Londres. Permaneció en el exilio con el apoyo de la Corona inglesa, entre el Reino Unido y Francia. Finalmente, la amnistía decretada en 1833 le permitió regresar a España.
Durante la Regencia de María Cristina fue embajador en la capital inglesa, donde trató de gestionar la intervención de la Cuádruple Alianza de una manera firme y con apoyo económico y militar durante la guerra carlista en favor de la reina Isabel II, sin conseguirlo plenamente. Ocupó un escaño en el Estamento de Próceres y aceptó la cartera de ministro de Marina, cargo que ocupó solamente del 14 al 25 de septiembre de 1835 con el Conde de Toreno. Tras otras breves estancias en París y Londres, regresó a España ya muy enfermo, en junio de 1843, falleciendo un mes más tarde.