A las tres horas y cuarenta y cinco minutos de la tarde del 29 de septiembre de 1833, Fernando VII, el rey felón, exhalaba el último aliento como consecuencia de una apoplejía. Con él agonizaba la Década Ominosa, periodo infausto marcado por una exacerbada reacción antiliberal y por la derogación de la Constitución de Cádiz de 1812. Obeso, glotón, hedonista, fumador de puros, empedernido jugador de billar, malhablado, putero y alopécico sufrió patologías diversas fruto de una vida disoluta.
Los primeros síntomas de decaimiento físico se remontan a septiembre de 1829 cuando protagonizó dos percances. Según sostiene el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alicante Emilio La Parra López, autor de Fernando VII. Un rey deseado y detestado (Tusquets), el primero se produjo durante el viaje desde La Granja hasta El Escorial. Un accidente en su carruaje provocó que se diera un fuerte golpe con la frente rompiendo el vidrio delantero. Le tuvieron que taponar el sangrado con un vendaje en la cabeza que le impedía girar el cuello con normalidad. El monarca confesaba a su círculo más íntimo que había vuelto a nacer porque podría haber perdido un ojo o haberse degollado.
A los pocos días, el rey rezaba en el coro de la basílica de El Escorial junto a su hermano Carlos María Isidro. Repentinamente, se desplomó entre espasmos. Se trataba de una crisis de Pal, afección cardiovascular de etiología esclerótica, cuya reiteración presagiaba la hemorragia posterior que le causó la muerte. Este fue el primer indicio de la arterioesclerosis que ya se extendía por el cuerpo de Fernando VII. Contaba con cuarenta y cinco años, estaba gordinflón, casi calvo y con aprietos para caminar. Tras su periplo catalán había padecido dolores y abotagamiento en los pies y en la mano derecha.
Annus horribilis: 1832
En julio de 1832, mientras residía en el palacio de La Granja, el soberano estuvo encamado cinco días como resultado del ataque de gota en la rodilla derecha. A partir de septiembre, le aquejaba violentos episodios de fatiga y paroxismos, "que causaron gran abatimiento y pusieron su vida en gran riesgo". Se pensaba que iba a fallecer en breve. Así, a las doce y media del día 16 de septiembre de 1832 le administraron el santo viático. Fueron publicadas rogativas y se recitaron plegarias a la Divina Misericordia para la mejoría y conservación de su salud en todas las iglesias de sus dominios, que se oficiarían durante las jornadas del martes 18 y del miércoles 19.
El primer día de los señalados a las diez de la mañana transitaría una procesión desde la parroquia de Santa María por la calle del Sacramento, Puerta Cerrada, calle de Toledo a la Real Iglesia de San Isidro. En la jornada siguiente, desde la misma parroquia y a la misma hora por la propia carrera y calle del Burro a la iglesia del convento de la Merced; y el jueves 20, el Consejo en comitiva y con la asistencia de la Sala de Alcaldes marcharía hasta la parroquia de Santa María. Estas disposiciones debían avisarse a las comunidades religiosas de la capital del Reino, al Vicario Eclesiástico de Madrid y a otras notables autoridades. También se notificaría a la Sala de Alcaldes, "previniéndola que a las nueve y cuarto de dichos tres días concurra al Consejo para que unida con el pase a la referida Iglesia de Santa Maria, a oír misa rezada que ha de celebrar el capellán".
Antonio de Villagrasa, miembro del Real y Supremo Consejo de Castilla, juez del Tribunal Apostólico de Gracia del Escusado y Examinador Sinodal del arzobispado de Toledo, anunció su inasistencia a este acto religioso "por salir esta noche al Real Sitio de la Granja a llevar la reliquia de Ntra. Sra. del Milagro por comisión de la señora abadesa y comunidad de religiosas franciscas de esta Corte". La muerte parecía inminente. Tal era así que barajaron la posibilidad de trasladar los cuerpos de San Isidro y de Santa María de la Cabeza a La Granja.
Desde el 13 de septiembre hasta el 8 de octubre de 1832 el monarca estuvo confinado en su cuarto del palacio segoviano sin salir de la cama. A tenor del relato de Antonio López de Salazar, Fernando VII ingirió un caldo con granos de arroz muy cocido que, "lo tomaba con repugnancia, pero tan luego que lo tomó y bebió un poco de agua con vino, no solo lo vomitó sino que echó en su cuerpo una porción de vilis berde (sic) en abundancia que manchó toda la cama y a la Reyna, el vestido y las medias de forma que hubo necesidad de mudar la cama".
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El 28 de septiembre de 1832, a las diez de la noche, se emitió el siguiente parte facultativo firmado por la junta de médicos formada por Pedro Castelló Ginestá, Manuel Damián Pérez, Sebastián Travieso, Juan Castelbo Roca, Juan Luque, Raimundo Durán y Ramón Llové: "Exmo. Sr. el Rey N. Sr. ha pasado buena noche y descansado largos ratos, habiendo seguido después todo el día con alivio sin que este todavía fuera de peligro".
El 1 de octubre sufrió un nuevo trastorno de gota que le dificultaba caminar, aunque a partir del día 8 su salud experimentó una milagrosa recuperación, pudiendo retornar a Madrid. En cualquier caso, Fernando VII soportaba hidropesía fijada en el pecho prevenida con vendaje en el costado (operación suspendida ante la negativa de María Cristina), uremia y edema cerebral cuya evolución derivó en la tromboangitis causante de su fallecimiento. Siendo más precisos, el cuadro clínico era devastador: arterioesclerosis y con lesiones de las arterias cerebrales y del riñón. Los informes médicos revelaban que existía alta probabilidad de otras dolencias como trombosis cerebral, asistolia, infarto metabólico con hipertensión arterial y líquido cefalorraquídeo. Había superado la crisis de Pal pero moriría medio paralizado en 1833.
El desenlace
El 19 de julio de 1833 se quejaba de un fuerte dolor en la cadera izquierda que le impedía andar con normalidad. Medio cojo y con la cabeza siempre baja y ladeada, era sostenido por fajas que le cruzaban el pecho. Apenas podía moverse ni mantenerse sentado de forma normal. En definitiva, su aspecto era "cadavérico".
El 29 de septiembre la junta de médicos publicó el último comunicado sobre el vigor de Fernando VII. Remarcaba que la mano derecha presentaba tumefacción, aunque no le impidió almorzar. Seguidamente pasó con la reina María Cristina de Borbón a sus aposentos privados para descansar cuando le sobrevino súbitamente el ataque de apoplejía, muriendo a los pocos minutos.