El 8 de enero de 1634 Serrallonga fue ahorcado en Barcelona a la vista de todos. Era el bandolero más temido de Cataluña. Antes de ser ejecutado, recibió doscientos latigazos y el verdugo le cortó las orejas. La ejecución fue dantesca. Se dice que la soga falló y el reo quedó pataleando en el aire, y ante el bochornoso espectáculo, en el que el público abucheó a las autoridades, se decidió rematarle de una cuchillada. Entre el gentío se encontraba uno de sus hijos que murió de un infarto ahí mismo.
Una vez muerto, su historia corrió como la pólvora y terminó alterándose, como en el juego del teléfono escacharrado. Se decía que una gran parte del botín que consiguió con sus asaltos lo repartía más tarde entre los pobres. En una de estas aventuras asaltando masías, secuestró a Joana Massissa, una joven campesina que terminaría convirtiéndose en una de sus amantes.
El relato popular la convirtió en noble y en parte de su partida de bandoleros, que a la postre fue una de las que más dolores de cabeza dio a las autoridades de la Monarquía Hispánica. "Tota Catalunya està plena de bandolers", rezaba un informe remitido a Carlos V. Entre los siglos XVI y XVII, en las cumbres fronterizas de los Pirineos proliferaron las bandas de salteadores dedicadas al robo y que, en más de una ocasión, eran contratadas por miembros de la nobleza para imponer por la fuerza su punto de vista en las disputas señoriales.
El oro de Felipe IV
Eran los tiempos del hambre y la picaresca, como reflejó el anónimo autor de El Lazarillo de Tormes. Joan Sala i Ferrer, más conocido como Serrallonga, se casó en 1618 con Margarita Talladas, heredera de la masía de Serrallonga. Dedicado en un principio a cuidar de su familia, sus campos y su ganado como un humilde labrador, comenzó a cometer pequeños delitos. El salto definitivo a la clandestinidad lo daría en 1622 cuando asesinó a su vecino Miquel Barfull.
Poco se sabe de este turbio suceso, aunque parece que Barfull le había reconocido como el autor de un robo. El campo que le recibió estaba plagado de violencia. Cataluña, además de encontrarse sacudida por una fuerte crisis económica, estaba dividida en bandos.
Por un lado estaban los nyerros, que eran principalmente señores y nobles rurales, herederos de una tradición semi feudal y favorables a los intereses de Francia. Enfrentados a estos estaban los cadels, afincados en las costas y apoyados por comerciantes y burgueses, mucho más partidarios de la política centralista de los Austrias que gobernaban en el Imperio español. Ambos grupos libraban una guerra oculta y de vez en cuando echaban mano de bandas para ajustar cuentas.
Sus actividades fueron ganando en audacia, asaltando masías de cadels. Querido y respetado por los campesinos, cuando los alguaciles y los soldados intentaban darle caza, desconocedores del terreno, nadie en las comarcas de Guillerías, el Montseny y el Collsacabra veía ni sabía nada sobre estos bandoleros. Su golpe más famoso y el que más repercusión tuvo en su truculento final fue el asalto y robo de una posta que trasladaba parte de los impuestos recaudados en la región.
Serrallonga había nacido hijo de nyerros y aprovechó el conflicto y comenzó a reclutar una hueste de bandoleros que sembró el miedo en los más pudientes de las comarcas pirenaicas en las que actuaba con impunidad. Siempre conseguía dar esquinazo a sus perseguidores y su leyenda se disparó. El gobernador de Barcelona no dejaba de lamentarse ante la corte de Felipe IV de lo casi imposible que era deshacerse de estas bandas que llevaban más de un siglo haciendo y deshaciendo a su antojo.
"Exterminada en 1627 la cuadrilla de los Margarit, Serrallonga se erigió en líder supremo del bandolerismo catalán; su banda llegó a tener más de cien hombres", detalla su biografía de la Real Academia de la Historia.
Grotesca ejecución
Gracias a sus relaciones políticas con los nyerros pudo escapar a Francia cuando su persecución se endureció. El virrey del Principado de Cataluña, Enrique de Aragón, estaba empecinado en acabar con la banda a cualquier precio. Su estancia en el Rosellón marcó su ocaso. Mientras era utilizado por los señores locales en sus luchas internas, varios de sus hombres en Cataluña fueron vendidos por un soplón a cambio de las 900 libras que se ofrecían como recompensa.
Cada vez más acosado a ambos lados del Pirineo, fue detenido en Gerona. Después de recibir un nuevo chivatazo, las tropas del virrey irrumpieron como un rayo en la masía de Santa Coloma de Fernés e hirieron en la cabeza al esquivo forajido. En prisión fue torturado para hacerle confesar y en el juicio terminó siendo condenado a muerte.
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Una vez ahorcado, fue descuartizado y su cabeza se exhibió en una de las torres del Portal de Sant Antoni de la ciudad condal. El ánimo, que ya estaba caldeado, terminó estallando en el corpus de sangre que sublevó a toda Cataluña en 1640 contra el rey Felipe IV y su valido, el conde-duque de Olivares.
Su muerte no lo sumió en el olvido del tiempo. Su figura ya llamó la atención de los escritores de su época. Un año después de su ejecución, Antonio Coello, Francisco de Rozas Zorrilla y Luis Vélez de Guevara estrenaron en 1635 El catalán Serrallonga. Con el paso de los siglos, la Renaixiença y el Romanticismo recuperó su figura y pasaron a ser decenas las novelas y poemas dedicados al bandolero barroco que robó a Felipe IV y supuestamente repartía el oro entre los pobres y que en la actualidad continúa inspirando películas y series.