El mundo cambió el 29 de agosto de 1949. En las inmortales estepas de Kazajistán que fueron dominadas por Atila el huno y Gengis Khan, Stalin detonó con éxito su arma secreta: el RDS-1, la primera bomba atómica de la URSS. La noticia levantó una onda expansiva que voló por los aires cientos de papeles en más de un importante despacho en Londres y Washington, donde no se esperaba que el programa nuclear soviético tuviera éxito hasta bien entrada la década de 1950.
Aquel explosivo era una copia casi exacta de Fatman, la bomba que creó el físico J. Robert Oppenheimer, borró Nagasaki del mapa y cerró de manera brutal la Segunda Guerra Mundial cuatro años antes. La CIA y el MI5 británico, conscientes de una filtración, movilizaron a sus sabuesos, que se lanzaron al cuello de Klaus Fuchs. El callado, triste y hasta lastimero científico que colaboraba con la siniestra KGB desde 1941 trabajó en el laboratorio secreto del desierto de Los Álamos, Nuevo México.
Klaus Fuchs no tiene una sola línea de diálogo en Oppenheimer, la última película de Christopher Nolan, pero su amenazadora presencia en segundo plano se hace sentir durante toda la cinta y es imposible que su biografía deje indiferente a nadie. Nacido en 1911, hijo de un pastor luterano, se crio en los depresivos años de caos político y económico de una Alemania derrotada en la Gran Guerra que quedaría hechizada por Adolf Hitler. Azotado de manera temprana por la represión nazi huyó a Reino Unido en 1933 mientras su padre era detenido por agitador. Su hermana se suicidó años después cuando su marido fue enviado a un oscuro campo de concentración.
En las islas británicas consiguió doctorarse en física e investigar junto a Max Born, el antiguo profesor de Oppenheimer en Edimburgo. Sobre 1942, con la Segunda Guerra Mundial en su punto decisivo, Fuchs trabajaba en el desarrollo de la bomba atómica británica. Pocos meses después ya formaba parte de la élite del faraónico laboratorio secreto del desierto donde se fraguó la primera bomba atómica —costó dos mil millones de dólares y movilizó a 130.000 personas—.
"Trabajaba de día y de noche. Estaba soltero y no tenía nada mejor que hacer y contribuyó muchísimo al éxito del proyecto de Los Álamos", comentó sobre él el propio Oppenheimer cuando el FBI le interrogó. En aquel militarizado complejo trabajó en los mecanismos de detonación de la bomba nuclear y logró esconder su doble vida como espía comunista entre el humo acre y azulado de las decenas de cigarrillos que fumaba diariamente.
Agentes secretos
Con nombre en clave Otto, filtró durante la guerra más de 570 páginas de información con esquemas, croquis, informes, diagramas y cálculos que llegaron, gracias a numerosos enlaces y contactos, a las manos de Lavrenti Beria, líder del NKVD —predecesor del KGB—. Rodeados del misticismo que acompaña a toda reunión de conspiradores, sus contactos con los mensajeros del servicio de inteligencia de Stalin reúnen todos los elementos de una película de espías clásica.
Según el escritor británico Ben Macyntire, en una calle anónima de Nueva York, Fuchs, portando una pelota de tenis y un libro de color verde reconoció a su enlace, el comunista y químico Harry Gold, porque llevaba un par de guantes. Después de identificarse mediante una clave secreta como "¿Sabes cómo ir a Chinatown?", le entregaba la información.
Desde Moscú y sin que Fuchs lo supiera contrastaban toda su información con la obtenida por Ted Hall, que con tan sólo 19 años era licenciado en física por la Universidad de Harvard y uno de los técnicos más brillantes que pudo encontrar Oppenheimer.
A la URSS en este momento no le costó mucho reclutar espías, muchos de los científicos del Proyecto Manhattan —que coordinaba todo lo relacionado con la bomba atómica— habían tenido un pasado izquierdista o simpatizaron en algún momento con los soviéticos. Otros, como el joven Hall, tenían pesadillas con los dilemas éticos que su trabajo les generaba. Si EEUU tenía el monopolio nuclear temían que pudieran estallar muchas más guerras. "No necesitaba nada ni esperaba nada a cambio. Su único objetivo era salvar al mundo", explican Kai Bird y Martin J. Sherwinen su monumental obra Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer (Debate).
Y en cierta manera así lo hicieron. Cuando el fuego atómico devoró las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, las sonrisas cómplices de Reino Unido y EEUU con la URSS se fueron congelando dando paso a una creciente hostilidad.
Con el desarrollo prematuro de la bomba de Stalin cundió el pánico, disparando la carrera armamentística y la caza de brujas. La sombra de la sospecha de espionaje también cayó sobre un hastiado y abatido Oppenheimer, que fue duramente interrogado y acusado de ser un peligro para la seguridad nacional en los paranoicos tiempos del macartismo.
Un detenido Klaus Fuchs confesó sus contactos y, en un juicio que no duró más de 90 minutos, fue condenado a 14 años de prisión de los que sólo pasó nueve entre rejas antes de emigrar a la comunista República Democrática Alemana en 1959. El triste y complejo personaje recibió pocas visitas durante su estancia en el penal inglés de Wakefield. donde mataba el tiempo jugando al ajedrez con el resto de reclusos, como el terrorista del IRA Seamus Murphy.
Por mucho que el ambiente carcelario fue deprimente corrió mejor suerte que otros agentes secretos infiltrados en el programa nuclear aliado. El viernes 19 de junio de 1953 el matrimonio de espías formado por Julius y Ethel Rosenberg no pudo ver un nuevo amanecer. Fueron ejecutados en la silla eléctrica a las ocho de la tarde, cuando el sol acababa de esconderse en el horizonte.