En el recibidor de la casa de Ursula Blomberg, la niña de 12 años de una familia de refugiados alemanes en Shanghái, cuelga un trozo de tela de algodón blanco donde han pegado una serie de mapas publicados en los periódicos. La joven ha hecho banderitas de papel de colores con alfileres para marcar los avances o retiradas de los dos bandos en liza en la II Guerra Mundial. Las líneas de pequeños orificios muestran cómo el área bajo dominio de las fuerzas del Eje no ha parado de crecer. Empieza noviembre de 1942 y la pregunta que emerge al observar los planos es dónde se juntarán los ejércitos de Alemania, Italia y Japón si siguen encadenando victorias.
A finales de mes los banderines han vuelto a cambiar de posición. Pero lo han hecho en sentido opuesto: por primera vez en toda la guerra, las zonas controladas por los nazis y sus aliados han comenzado a encogerse. Las fuerzas aliadas han desembarcado en el norte de África y su victoria en la segunda batalla de El Alamein ha enterrado los planes de Hitler de apoderarse de Egipto, los estadounidenses han frenado las oleadas masivas de asaltos de soldados japoneses en la isla de Guadalcanal y los ejércitos soviéticos han lanzado dos grandes ofensivas en Stalingrado (Operación Urano) y en el saliente de Rzhev-Viazma, al oeste de Moscú (Operación Marte), en lo que será uno de los episodios más sangrientos de este frente.
La historia de Ursula Blomberg abre y cierra Noviembre 1942 (Debate), a juicio del escritor e investigador sueco Peter Englund, el momento decisivo de la II Guerra Mundial. Pero en este singular volumen no desentraña el desarrollo y las interioridades de las mencionadas operaciones y campañas militares, sino que describe una serie de experiencias personales, "un trenzado de biografías", que le permiten contar cómo vivieron la contienda los soldados y los civiles. "La complejidad de los acontecimientos se refleja con mayor claridad desde la mirada individual", justifica.
El dramatis personae escogido por el autor es vastísimo —tanto que las historias de algunos de los protagonistas están intercaladas por hasta cien páginas, lo que a veces dificulta seguir con precisión sus odiseas—. Y en él se incluyen nombres célebres: Albert Camus, que vive aislado en una pequeña mansión en el macizo central de Francia y escribe su nueva novela tras saltar a la fama con la publicación de El extranjero; Humphrey Bogart, convocado para rodar un nuevo final de Casblanca; Ernst Jünger, de nuevo enfangado por el horror y la destrucción de una guerra mundial; Vasili Grossman, que narra cómo los soldados de infantería del Ejército Rojo que combaten en Stalingrado emplean sus palas a modo de escudo improvisado, sosteniéndolas delante de sus caras mientras silban las balas...
Azares todos más o menos conocidos. Lo que tiene verdadero interés y fuerza en la narración de Englund —ya hizo algo similar con la Gran Guerra en La belleza y el dolor de la batalla— son las microhistorias anónimas, como la de Okchu Mun, una esclava sexual de 18 años en un burdel de campaña japonés en Mandalay, Birmania; o la de Poon Lim, un chino de 24 y marmitón a bordo del buque SS Benlomond, torpedeado por un submarino, que logró sobrevivir 133 días a la deriva en el Atlántico. Dos ejemplos de cómo la contienda condicionó por completo la vida de millones de personas que no tenían nada que ver con ella, y que debieron hacer auténticas virguerías para sobrevivir.
El autor transforma en literatura humana los variopintos relatos de la guerra —maneja diarios, cartas, memorias y recuerdos—, que incluyen a universitarias alemanas que se unen a la resistencia interna contra el nazismo, como Sophie Scholl, a un ama de casa llamada Dorothy Robinson que, aunque escucha relatos de la guerra desde la tranquilidad de Nueva York, también se ve afectada por la escasez, o a soldados rasos como Vittorio Vallicella, un conductor de camión que presencia, entre retiradas y tormentas de arena, cómo el sueño colonial de Mussolini se derrumba.
Casi todas las biografías presentan interesantes dilemas morales y existenciales. John Bushby, un artillero de 22 años perteneciente al 83.º Escuadrón del Mando de Bombardeo de la Fuerza Aérea Británica, se escapa entre misiones a Cambridge para echar unos tragos y perseguir a las chicas. La realidad le golpea de lleno cuando regresa a la base y empieza a contar los miembros de su unidad que siguen operativos desde el principio de la contienda. Solo son dos. El resto han sido abatidos. Y se pregunta si merece la pena seguir, y que por qué no le ha tocado a él.
Willy Peter Reese, soldado raso nazi y tirador de ametralladora, escribe tras ser testigo de duros combates en la zona de Tabákov, en la Unión Soviética, asaltado por una "vaga mezcla de pavor y decepción": "La guerra podría romper a una persona, millones sufrían y morían, y ninguna conquista ni ninguna cruzada merecía esta infame locura. La guerra presentaba rasgos apocalípticos, y gracias a ellos comprendí su necesidad cósmica. Había vivido algo grande y heroico: la lucha a muerte de nuestros soldados. Sin embargo, no había ni compañerismo, ni voluntad de sacrificio, ni heroísmo ni sentido del deber".
El collage que trenza Peter Englund es otro interesante ejercicio de historia social, más pintoresco que ensayístico —"si el lector se pregunta qué es lo que he añadido a esta descripciones a menudo indiscretas, la respuesta es simple: nada", avanza en una nota introductoria—, pero valioso para extraer todo tipo de experiencias humanas de la guerra que más muerte y destrucción ha causado en toda la historia.