El Imperio romano de Occidente terminó derrumbándose en el años 476 tras siglos agonía. El bárbaro Odoacro le arrebató la corona imperial a un joven Rómulo Augústulo tras el feroz asedio de Rávena, última capital imperial. La caída de Roma sorprendió a los visigodos asentados entre Hispania y la Galia, de donde fueron expulsados tras la cruenta batalla de Vouillé librada contra los francos. En su repliegue a la Península Ibérica convirtieron Toledo en la nueva capital de su reino.
La corona visigoda no era hereditaria sino electiva. Es decir, las familias tenían que llegar a un acuerdo para entronizar a algún aspirante tras la muerte del rey. Lejos de resultar en un sistema democrático, la alta nobleza palatina se ponía mutuamente la zancadilla en su carrera al trono en un complicado encaje de bolillos e intereses familiares que muchas veces terminaba con ríos de sangre. La impaciencia aristocrática provocó crueles conjuras y regicidios entre los oscuros y pérfidos rincones de palacio. En el extranjero se referían a ellas como la "enfermedad de los godos", morbus gothorum.
En el año 680, el monarca Wamba fue víctima de una de estas conjuras. Muy posiblemente fue drogado por sus enemigos y, su estado comatoso, aprovechado por el noble Ervigio para alzarse con la corona. Wamba se recuperó, pero ya era tarde. Siguiendo un ritual funerario había sido tonsurado como un monje, lo que según la ley de la época era irrevocable e incompatible con reinar.
El reinado de Wamba es digno de mención más allá de su curioso final. En el año 672, el monarca Recesvinto falleció en la localidad de Gerticos, cuya ubicación es un misterio. No había logrado designar un sucesor claro y los nobles y duques reunidos en torno al regio cadáver comenzaron a maquinar un posible sustituto que terminó siendo Wamba. Debido a su avanzada edad, quizá pensaron que resultaría un soberano débil y fácil de manejar aunque lo cierto fue que el anciano resultó ser un enérgico gobernante que no se dejaba intimidar por el poder de la nobleza.
Agitado reinado
Poco después de sentarse en el trono, los vascones se rebelaron una vez más y se dedicaron a saquear y asolar a sus vecinos. Wamba cumplió con su papel como monarca dirigiendo una costosa y lenta ofensiva de montaña. Aprovechando su distracción, un grupo de nobles se amotinó en la Septimanía, la única provincia goda más al norte de los Pirineos y fronteriza con el reino merovingio.
Wamba, dispuesto a restaurar la autoridad de Toledo, envió a Paulo, uno de sus fieles capitanes, para detener a los rebeldes. Lejos de resolver el problema, el propio Paulo se nombró rey de Gerona desafiando la autoridad de su superior. La situación para el anciano rey godo se tornaba crítica por momentos. Algunos consejeros pidieron moderación y negociar, espantados por la magnitud del desastre. Wamba no les escuchó.
Derrotó a los vascones en sus montañas y se dirigió a marchas forzadas hacia la Septimanía. Dividió entonces a su ejército en tres columnas que, en una ofensiva relámpago, capturaron Barcelona, Tarragona y Narbona en despiadados asedios. La provincia obedecía de nuevo a Wamba. Los rebeldes fueron capturados y encarcelados hasta que el monarca dictase veredicto.
Lejos de ejecutar a sus enemigos, el rey decidió para ellos un castigo diferente. En su lugar, decidió dar un nuevo golpe de efecto humillándolos ante todo el reino. Antes de ser enviados a una siniestra prisión y después de requisar todos sus bienes, les rapó el pelo y Paulo fue obligado a desfilar por Toledo con una raspa de pescado sobre su nueva calva junto a las triunfantes huestes reales.
Tras poner fin a la rebelión y con una energía y decisión inesperadas, emprendió una nueva campaña, esta vez legislativa, para afianzar su posición. El resultado de su reforma se publicó en el año 673 bajo el nombre de Ley Militar. Este discutido e impopular decreto obligaba a la nobleza y al clero a enviar tropas en defensa del reino ante futuras invasiones o sublevaciones. De no hacerlo sus bienes serían expropiados y sus infractores procesados.
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La nobleza comenzó a tirarse de los pelos: el anciano rey resultaba mucho más difícil de someter de lo esperado. La Iglesia pronto se sumó al bando de los descontentos. Al igual que había recortado el poder de la aristocracia palatina y ducal, también buscó reducir la influencia de los obispos y la alta jerarquía eclesiástica. Para ello convocó un Concilio en Toledo al que faltaron casi todos los obispos y clérigos del reino en un acto de protesta silenciosa. Este desaire fue ignorado por Wamba. La conclusión del Concilio anteponía el derecho civil sobre el eclesiástico, prohibiendo a los obispos juzgar cualquier crimen sin la presencia de un juez en representación del rey.
La nobleza y el clero, hartos del rey, se reunieron una vez más para hacer caer a su incómoda y detestable alteza. Así, el obispo Julián y el noble Ervigio envenenaron a Wamba el 14 de octubre de 680. El veneno empleado en el golpe de Estado es desconocido. Completamente drogado y creyéndose al borde de la muerte, fue rasurado y vestido como un monje a toda velocidad. Según dictaba la tradición, un buen monarca debía tomar los hábitos para dirigirse con humildad ante Dios y gozar de una vida plena en el paraíso.
Con Wamba a las puertas del cielo, Ervigio se convirtió en rey cuando el tonsurado monarca recobró la conciencia. El historiador Manuel García Parody recalca en su obra Muertes regias (Almuzara) que la historia del complot viene de fuentes asturianas del siglo IX, aunque existe otra versión más cercana a los hechos que afirma que fue el propio rey quien pidió realizar el ritual. Sea como fuere y teniendo en cuenta la gran cantidad de reyes visigodos que fueron asesinados, encarcelados y ejecutados por sus sucesores, Wamba no discutió su posición y pudo considerarse afortunado de disfrutar de un místico destierro en un ya desaparecido monasterio en Pampliega, en Burgos.
El reinado de Ervigio fue excelente para la nobleza. En los ocho años que ostentó la corona dinamitó las reformas de Wamba y fue manejado como un monigote por las diferentes facciones nobles y eclesiásticas. El reino siguió corroído hasta el tuétano por el morbus gothorum hasta su violento final a manos de Tariq y el califato Omeya aquel lejano año de 711.