El entierro de Sánchez Dragó, en los ojos de su hijo Akela: "Papá, voy a intentar ser escritor"
La despedida tuvo lugar en Castilfrío (Soria), en una ceremonia sobria. En la iglesia se leyeron 3 lecturas que seleccionó el propio escritor para su funeral.
12 abril, 2023 03:02Akela está descalzo. Con los codos y la barbilla apoyados en el ataúd de su padre. Le han prometido que, antes de ir al cementerio, se lo abrirán por última vez. No tiene que ponerse de puntillas, el cuerpo de Fernando está justo a la altura de sus ojos. Lo mira todo el rato a través de la cubierta acristalada.
Esto es lo primero que vemos al entrar en casa de Dragó. De piedra, levantada en 1802, en Castilfrío de la Sierra (Soria). Es el mismo lugar de los viajes psicotrópicos, los libros escritos y aquel otro ataúd en el que Fernando se metía de vez en cuando a meditar.
Akela, de diez años, 76 menos de los que tenía su padre, está descalzo con la barbilla apoyada en el féretro y no podemos dejar de mirar. Dudamos. Pensamos en marchar, en esconder la libreta debajo de la americana. Pero Fernando siempre nos decía: "Hay que escribirlo todo. ¡Ya no se escriben las cosas de verdad!". Y la muerte, incluso en el caso de este hombre que parecía no iba a marcharse nunca, es aquí, esta tarde, terriblemente verdadera.
Empezamos a anotar. "¡Dame verbos, dame verbos!", le decía a Hemingway, ídolo de Fernando, su jefe del Toronto Star. Hemos atravesado el recibidor. Había vino tinto y embutidos desparramados en la mesa del patio. Nos miraba Buda, estatuado y enorme, en el jardín.
Dentro, Akela, que no deja de mirar. Es el contacto radical, puede que el primero, de un niño con la muerte. Y ha tenido que ser con la de su padre, que también era su compañero de aventuras. El que le dibujaba un mundo todavía más poderoso que este.
Lo rodean las mujeres de la vida de Fernando: parejas, novias, amantes, nietas. También sus otros tres hijos: Alejandro, Ayanta, Aixa. Ese mosaico que tanto nos impacta por lo compacto a los que hemos sido educados en un colegio de monjas, en una ciudad católica por todos sus costados.
Porque junto a Akela está Emma, de treinta años, última pareja de Fernando, de la que estaba enamorado hasta las trancas. También Laura, que vino antes que Emma, y que fue primero compañera y luego asistente personal. Por supuesto Naoko, madre de Akela, casada con Fernando. Se asoma Beatriz Salama, exmujer. En otra esquina, Anna Grau, exnovia. Todas en armonía no fingida. Basta con mirar.
Solíamos decirle a Fernando: "Tú sabes que esto no es normal. ¿Cómo es posible?". Él lo tenía claro y un poco narciso respondía: "Porque soy una buena persona".
Fuera de la casa, al otro lado de la puerta, hemos dejado las cámaras de televisión y los micrófonos. Es la metáfora de la gran distancia que separaba a Fernando (el que está aquí dentro) de Sánchez Dragó (el telepredicador).
Conforme vamos anotando, conforme pensamos la crónica, nos damos cuenta de que la muerte de Fernando podría titularse como aquella novela suya: "El camino del corazón".
Fuera de casa, al otro lado del portalón de madera, el polemista desnortado e incontenible. Dentro, en el ataúd abrazado por los suyos, un hombre bueno; ése que han descrito hoy en tantos obituarios sus amigos de izquierdas y de derechas.
Son casi las seis de la tarde en este pueblo de 16 habitantes (el dato nos lo ha facilitado su alcalde, Tomás Cabezón). Volvemos al Akela descalzo, que levanta la mirada porque vienen a abrir la cubierta acristalada del féretro.
Besan Emma, Laura y Anna a Fernando por última vez. Ayanta, su hija, le pone la mano en la frente y lo mira. Hay una fuerza tremenda en la mirada de Ayanta, que fue su hija, pero también su cómplice. A Fernando le emocionaban las novelas de Ayanta. Las sabía mucho mejor que las suyas… y lo decía.
Akela besa la frente del padre. Una vez. Dos veces. Tres veces. Cuatro veces. Cinco veces. Así sucesivamente, de temblor en temblor, hasta que se percata de que ha llegado el momento de introducir en el ataúd las fotos que quiere que acompañen a Fernando.
También le colocan al muerto en las piernas un libro de Richmal Crompton, un tomo de Guillermo, el travieso más leído por su generación. Nos acordamos, al ver a Guillermo, de cómo Fernando nos guiñó el ojo en la tribuna del Congreso el día de la moción de censura. La moción no sirvió para nada (él no compartía esto), pero había llevado a cabo su última travesura. Él se lo inventó todo.
Hay que llevar las coronas de flores al cementerio. Hay que marcharse ya. A Fernando lo llevan velando en casa desde que el lunes por la mañana le dio un infarto al corazón. Vuelven a cerrar la tapa de cristal. Y cierran también la tapa definitiva, la de madera que oculta el rostro. Un Mercedes alargado (él vino a Castilfrío conduciendo su Jaguar) lo lleva a la iglesia.
El funeral
Teníamos dudas sobre el funeral. Fernando no fue un cristiano al uso. Nació niño nacionalcatólico. Luego viajó muy lejos de eso, aunque siempre mantuvo su interés por la trascendencia, por una vida después de la muerte a la que no llamaba Cielo y una fuerza más allá de lo humano a la que no llamaba Dios.
Sin embargo, seguimos descubriendo en el día de su entierro más cosas de Fernando, que no de Dragó. Aunque parecía que no iba a morir nunca, sí le pidió al cura de Castilfrío que oficiase una misa cuando tocara y que le diera "cristiana sepultura".
El funeral empieza y es como cerrar la cuadratura del círculo. Un funeral como le hubiera gustado a su madre. Clásico, hondo, castellano.
El sacerdote es hábil, uno de esos conscientes de que, si la Iglesia no cambia, seguirán vaciándose los templos. Uno de esos que sabe encontrar en la liturgia el camino para incluirlos a todos. Para celebrar a Fernando, elige la vertiente más festiva de las escrituras, la de la resurrección.
Ahora sí, todo se abre a lo que podríamos llamar el público en general. Aparecen admiradores, amigos más lejanos, la gente del pueblo. Unas doscientas personas (hacemos el cálculo por el número de bancos) abarrotan la iglesia de Castilfrío.
Cuando hay que darse la paz, vemos a lo lejos a Santiago Abascal, que ha querido pasar desapercibido y que saluda con timidez a quien se acerca. Si hubiésemos estado al lado, con Fernando de cuerpo presente, podríamos haber estrechado las manos carlistas y liberales.
Cuando la ceremonia se acaba, suben al atril Ayanta, Emma y Akela. Cuentan que Fernando solo hablaba "con sorna" de su funeral, pero lo hizo lo suficiente como para seleccionar los tres textos con los que le gustaría despedirse.
Primero, Emma. Con la Elegía a Ramón Sijé, de Miguel Hernández: "A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero".
Emma se rompe porque ese poema dice lo que ella siente en este instante. La rabia por la muerte del compañero, la necesidad de morder la tierra y desenterrarlo, de volver a vivirlo.
Una de las nietas, Caterina, que es actriz, lee con hondura a Juan Ramón y su El viaje definitivo: "Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando; y se quedará mi huerto, con su verde árbol, y con su pozo blanco".
Akela ya no llora. Akela quiere ser escritor. Había empezado, con la supervisión del padre, su primera novela: Historia de mis gatos. Ha preparado unas líneas, se acerca al micrófono: "Querido papá, quiero decirte que, aunque tú no estés, voy a seguir escribiendo el libro con Emma. También cuidaré de los gatos Teseo, Dami y Mimos, como me enseñaste. Seré, o por lo menos lo intentaré, escritor, como tú. Te quiero".
Ayanta se encarga del cierre con el If de Kipling: "Si puedes soñar y no dejar que los sueños te dominen; si puedes pensar y no hacer de los pensamientos tu objetivo; si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso y tratar a estos dos impostores de la misma manera". Luego grita: "¡Olé!". Y la gente aplaude a Fernando. Fuera, las cámaras esperan a Dragó, que ha desaparecido para siempre.
Son más de las siete, pero no atardece. Entramos en el cementerio, que es humilde y pequeño, con apenas dos decenas de nichos. Parecemos estar dentro del poema de Juan Ramón. Se ha muerto Fernando, pero el sol sigue brillando con fuerza. Una suave brisa nos lame la cara y nos seca la lágrima escondida en el ojo.
Una cruz de madera, dos palas, un montón de tierra. Un escritor, un ataúd, una vida plena.