Seguro que estos días ha leído sobre el caso de fresas procedentes de Marruecos a las que se detectó hepatitis A. Más allá de la alarma por los sistemas de control tanto españoles como europeos —que en realidad se podría decir que funcionaron, porque el producto no llegó a comercializarse y el país de origen ahora ha abierto una investigación—, se hizo público que el importador era una empresa hortofrutícola de Huelva, que es, irónicamente, una provincia productora de fresas.
[Legumbres: alimentos del pasado como solución a los problemas del futuro]
Quizás también leyó u oyó hablar sobre la polémica en redes de finales de 2023 por una foto de naranjas y mandarina procedentes nada menos que de Sudáfrica en los estantes de una conocida cadena de supermercados. Esta llegó a responder incluso explicando que las adquiría estacionalmente cuando la producción descendía en nuestro país.
Son casos exagerados y llamativos porque desvelan que España importa productos agrícolas que en realidad se supone que se producen en nuestro suelo. Ambos se magnificaron por coincidir con las tractoradas y otras protestas de los agricultores, que han subido de intensidad en el último mes con manifestaciones y bloqueos por todo el país.
Aunque su lista de reivindicaciones excede esta información, y algunas pueden ser contradictorias entre sí, las naranjas sudafricanas o las fresas marroquíes apuntan directamente al punto que pide dejar de importar productos agrícolas de terceros países que no cumplen con los criterios de seguridad alimentaria de la Unión Europea.
No es solo una cuestión de posible competencia desleal. Las organizaciones agrícolas que se han pronunciado en ese sentido —tampoco todas apoyan las mismas ideas— coinciden con expertos, economistas y ecologistas, además de con activistas e incluso con el mismo ministerio de Agricultura o el ya desaparecido de Consumo.
Trasladar la producción fuera de España
De hecho, las organizaciones principales del sector, como la Asociación Agraria de Jóvenes Agricultores (ASAJA), la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) y la Unión de Pequeños Agricultores y Ganaderos (UPA), han pedido que se paralicen las negociaciones para tratados de libre comercio con el Mercosur (Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay y Uruguay) y con Nueva Zelanda. Algunos de estos hipotéticos futuros acuerdos implican la posibilidad de que se pueda importar leche o carne desde el otro lado del globo.
La deslocalización alimentaria, como la industrial que ya se vivió en España en particular y en Europa en general desde los años 90, implica trasladar la producción allí donde los costes son más baratos, sea la mano de obra o los de insumos y otros elementos —como la exigencia en el uso sostenible de pesticidas y otros—.
La pandemia y la guerra de Ucrania han demostrado como esa estrategia económica, que aumentó los beneficios de algunas empresas, pero incrementó el paro industrial, con desmantelamiento de fábricas, astilleros y demás, dejó a nuestro país expuesto a graves riesgos.
Un ejemplo fue la crisis de los microchips, que paralizó o ralentizó la industria informática e incluso la automovilística. Otro, la energética, de la que Europa trata de salir vía energías renovables, pero que ha enviado a la recesión a su economía más fuerte, la alemana.
De hecho, uno de los grandes retos de la transición energética es cómo realizarla sin depender de la industria china. Por eso, los planes de la Unión Europea desde 2020 pasan por la reindustrialización en sectores tan básicos y estratégicos como el militar.
Esto se vuelve aún más delicado en el sector alimentario, donde hemos visto en los últimos dos años cómo el bloqueo de los puertos ucranianos disparaba la inflación de cereales como el trigo y el maíz e incluso provocaba hambrunas en el norte de África. Las cadenas de suministros mundiales llevan acumulando cuatro años de tensiones que, trasladados a algo tan básico en la supervivencia como los alimentos, pueden provocar dramas humanitarios.
La precariedad de la deslocalización
Además, la deslocalización precariza empleos y provoca graves problemas laborales y humanitarios en ambos de la cadena. Como ya sucedió con la de la industria textil, una de las principales consecuencias es que se destruye empleo rural en el país metrópoli —ahora que se discute como fijar población en la España vaciada— y se destruyen suelos por la hiperespecialización en el productor. Los suelos abandonados en el receptor, además, pierden fertilidad.
Irónicamente, lugares como España pueden —o podrían— ser autosuficientes en ese sentido, y sería algo que tendría asociados beneficios para la salud de las personas y del planeta. Un informe de la asociación Amigos de la Tierra de julio de 2022 calculaba que nuestro país podría dejar de emitir 124 millones de toneladas de dióxido de carbono al año tan solo llevando una dieta sostenible y saludable de productos locales. Solo con dejar de importar productos como los garbanzos de México o las manzanas de Uruguay, por ejemplo, además sujetos a que si sube el coste del transporte por los carburantes o se rompa la cadena de suministros, nos quedemos sin ellos.
Serían productos más sanos y con cero impacto en el medio ambiente, pero que implican cambiar de dieta. En concreto, habría que aumentar el consumo de legumbres y verduras, reducir el de lácteos y pescado, y sustituir parcialmente la carne de cerdo y pollo por otras más ecológicas.
Para cerrar, otro ejemplo de los efectos de las deslocalizaciones. ¿Ha comido usted turrones la última Navidad? En ENCLAVE ODS ya contamos las protestas de los productores de almendra de explotaciones familiares españolas por la venta en nuestro país de estos frutos secos, procedentes de países como EEUU o Australia, como si fuesen locales.
En mitad de los problemas en las explotaciones por los aumentos de los precios de las materias primas y la sequía, se encontraban con un desplome general de los precios de la almendra. Lo que llegó al consumidor final, aunque se llamase turrón, estaba elaborado con productos procedentes del otro lado del mundo, que habían contaminado para un largo viaje hasta su mesa para el que no habían pasado los mismos controles de seguridad alimentaria que exigimos a los locales.