Llamas que superan los 30 metros de altura. Incendios que se dejan llevar por los caprichos de un viento impredecible. Auténticos monstruos de fuego que devoran, con ayuda del calor y la sequía, miles y miles de hectáreas que tardarán al menos seis décadas en recuperarse. Y, entretanto, la angustia de quienes ven parte de su vida y sustento económico reducidos a cenizas.
Los incendios forestales son una realidad que forman parte de la rutina de cualquier verano. El problema es que, este año, ha golpeado con especial crudeza a países de ambos hemisferios. De norte a sur, el calor intenso, extremo y temprano ha dejado una ristra de fuegos impenetrables y montes ennegrecidos. No hay más que observar los datos que publica la NASA.
Los vientos de más de 80 kilómetros por hora y las altas temperaturas de finales de julio alimentaban un incendio en California de más de 24.000 hectáreas, el mayor que ha sufrido el estado norteamericano en lo que llevamos de 2022. Al norte, en la provincia canadiense de Terranova y Labrador, las autoridades tuvieron que declarar en agosto la emergencia por los peores incendios en más de medio siglo.
Una dinámica que también ha afectado a todo el continente americano y ha cruzado el Atlántico para recorrer Europa, el sur de África y diversos puntos de Oriente Medio y Asia Oriental. En Argelia, las decenas de intensos incendios que asolaron el norte del país dejaron decenas de muertos y miles de hectáreas quemadas.
Europa ha sido uno de los peores parados en la oleada de incendios en este periodo estío. Según datos del Sistema Europeo de Información sobre Incendios Forestales (EFFIS), las hectáreas arrasadas hasta ahora superan las 780.000, la peor cifra en al menos 30 años. Francia, Italia, Alemania, Grecia, Croacia, República Checa… Prácticamente ningún país europeo se ha librado del drama del fuego.
Como puede observarse en el gráfico anterior, España es el país más afectado del conjunto europeo en cuanto al número de hectáreas arrasadas. De acuerdo a los datos recopilados por el satélite europeo Copernicus, este año se han desatado 402 fuegos que han quemado más de 289.000 hectáreas. Esto es cuatro veces más que la media de los últimos 15 años.
Sin embargo, aunque estos datos son una mancha negra en el registro histórico de incendios de nuestro país y en el entorno europeo, la peor parte la sufre Portugal. Allí, aunque se han producido la mitad de incendios y se han quemado casi la mitad de las hectáreas que en España, es el que mayor superficie calcinada presenta en proporción a su territorio.
Pero, ¿qué está pasando para que los incendios estén marcando estos récords este verano? Como refleja un estudio elaborado por el CSIC, además de la efectividad de la ignición, de la alta disponibilidad de combustible, de una situación de sequía y de condiciones meteorológicas adecuadas —como el calor extremo y ráfagas de viento—, de telón de fondo hay un cuarto componente que amplifica los megaincendios como los de este año: el cambio climático.
20 días más de riesgo extremo
La oleada de incendios que está viviendo el mundo este verano es el tráiler de lo que puede traer el descontrol de las emisiones y la falta de acciones para mitigar los peores efectos del calentamiento global.
“La causa de la ignición no es el cambio climático, pero lo que sí hace es facilitar que los incendios se extiendan con mayor facilidad, con más virulencia y, por tanto, generan más riesgo, tanto socioeconómico como ambiental para los humanos”, asegura Cristina Santín, investigadora Ramón y Cajal especializada en incendios del Instituto Mixto de Investigación en Biodiversidad (Universidad de Oviedo - CSIC).
Como explica la experta, en los últimos 30 años, en la cuenca mediterránea, el número de días con riesgo extremo de incendios se ha duplicado y esto se debe a cómo la acción humana está cambiando el clima.
La literatura científica al respecto es amplia. Un estudio publicado recientemente en Scientific Reports revelaba que se estaba produciendo un cambio en el régimen de incendios del continente europeo durante las últimas décadas (1980 a 2020) como consecuencia del calentamiento global, y muy especialmente en la Europa mediterránea. En esta zona, el estudio dibuja un horizonte de riesgo en el que los regímenes de los incendios pueden cambiar rápidamente.
Si la temperatura media global sube 2ºC —medio grado más de lo que fijaba el Acuerdo de París—, en Europa tendremos hasta 20 días más de riesgo extremo para el año 2100. Si no se toman medidas y se alcanza una subida de 4ºC con respecto a los niveles preindustriales, esa cifra se duplicaría, llegando a los 40 días de riesgo por incendios forestales extremos.
Otro estudio publicado recientemente, y del que Santín es coautora, señala que, en el promedio global, la temporada de incendios ya se ha alargado un 27% más con respecto a la década de 1980. Un cambio especialmente reseñable en la cuenca mediterránea (55%) la Amazonía (94%), y los bosques occidentales de América del Norte (70%).
En lo que respecta a los países mediterráneos, el estudio señala que el número de días al año con riesgo meteorológico extremo de incendios se duplicaría en el escenario de aumento de temperatura de 1,5 grados (acuerdo de París). En el peor de los escenarios, con un aumento de cuatro grados en la temperatura media global, el riesgo se multiplicaría por cuatro.
Lo que está pasando no es fruto de la casualidad. Todos los años se han producido incendios, pero los regímenes que se están desvelando este año son la prueba de lo que plasmaba el último informe de Naciones Unidas elaborado por 234 expertos sobre cambio climático a nivel mundial. Y es que las condiciones climáticas de los próximos años, como consecuencia del aumento de la temperatura media global, serán más favorables para la generación de grandes incendios en un futuro cercano.
Qué está pasando este verano
Los incendios que se han desatado estos últimos meses en países como España cumplen récords y multiplican por cuatro la media de la última década, que estaban en 13 grandes fuegos y 61.151 hectáreas arrasadas. De hecho, se puede observar en las estadísticas la enorme diferencia entre lo registrado este año y en años anteriores. En 2022, la línea de fuegos parece no tener fin.
Los factores que existen tras esta escalada de incendios son varios y, en su mayoría —dejando a un lado los de fenómenos naturales como los rayos—, la acción humana está detrás. Ya sea porque son provocados (negligencias, venganzas) o por el efecto mismo de las emisiones que lanzamos a la atmósfera, que agudizan los impactos del cambio climático en el régimen de fuegos mundial.
Partiendo de la base de que esta es la realidad que pesa cada año sobre las superficies forestales, existe otro problema de fondo que vuelve más peligrosos los incendios, como es la dejación de los montes. La continuidad de combustible está siendo un problema. Sobre todo en años en los que las condiciones meteorológicas no acompañan.
“[La de este año] ha sido una campaña bastante mala, por el hecho de que la vegetación inició el verano bastante mal y en mayo y junio tuvimos la entrada de un par de olas de calor que terminaron por machacarla”, lamenta Carlos Madrigal, bombero experto en meteorología aplicada a los incendios y miembro del Colegio Oficial de Ingenieros Técnicos Forestales (COITF).
La vegetación continúa estando muy seca y, donde no llueva, comenta el bombero, “seguiremos con una alta disponibilidad de combustible y una posibilidad todavía muy alta de que vuelvan a producirse incendios”.
El último informe publicado por la organización World Wide Foundation (WWF) explica que los esfuerzos de extinción apenas sirven en la medida en que se superen las 10 toneladas de combustible por hectárea. Este año, según recoge el documento, en países como España puede haber en torno a 50 toneladas por hectárea de combustible en nuestros montes.
Madrigal asegura que, además, “como la vegetación está como está, la voz de alarma se dispara en cuanto hay un fuego porque, ahora mismo, cualquier incendio que pueda surgir va a tener una alta capacidad de propagación”. Paredes de llamas que pueden llegar a los 30 metros de altura y que se muestran impenetrables. En algunos casos, se han llegado a quemar unas 1.000 hectáreas en apenas tres horas.
En el incendio que se produjo en el municipio valenciano de Bejís, la imprevisibilidad del viento fue uno de los problemas. Como explica Madrigal, “hubo un par de cambios que se podían esperar en cierto modo, pero que sorprendieron a los equipos de extinción. En consecuencia, hemos visto esas imágenes de los bomberos saliendo por patas o incluso un camión de bomberos quemado, porque se vieron atrapados”.
A esta imprevisibilidad de la meteorología se suma la energía y el calor que generan estos grandes incendios en el frente de las llamas. En el epicentro de estos fenómenos pueden alcanzarse hasta los 1.000 grados de temperatura. En el frente de las llamas, niveles que rozan lo inhumano, con unos 60 grados.
En muchos casos son monstruos de fuego inabordables para los equipos de extinción. Algunos como los que se han podido observar en Loira, al suroeste de Francia, las llamas -que han cubierto más de 6.000 hectáreas- obligaron a cerrar la frontera con el municipio español de Irún durante al menos cinco horas. O los de Gironda, en julio, que quemaron más de 20.000 hectáreas.
Aunque el suroeste de Europa ha sido el más afectado este verano por los incendios, también se han cumplido récords en otras partes del mundo. En el continente asiático, los incendios de Mongolia han sido históricos. De acuerdo a la información oficial, este mes de agosto se ha quemado más de un millón de hectáreas, un 73% más que en 2021.
El estrés hídrico y las altas temperaturas también provocaron incendios de gran magnitud en el verano de países del Hemisferio Sur. En Argentina, por ejemplo, los incendios forestales de la provincia de Corrientes sembraron el caos en enero. Las llamas calcinaron más de 800.000 hectáreas, aproximadamente el 10% de la provincia.
También se desataron importantes fuegos en Chile, donde llevan 13 años viviendo una sequía estructural, o en la selva amazónica, que ha vivido el peor mes de agosto en lo relativo a incendios en más de una década. De hecho, según el Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales (INPE), aumentaron un 12,3% respecto a hace un año y están en torno a un 20% por encima del promedio del registro histórico que empieza en 1998.
Cuando el fuego se apaga
Son desastres que pueden no terminar al sofocarse las llamas. En el momento en que las mangueras dejan de bombear agua y el incendio se extingue, el drama continúa, no desaparece. No siempre genera catástrofes, pero bajo algunas condiciones, los incendios pueden provocar deforestación y ahí es donde surge el infierno ecológico.
“El principal problema es que después de un incendio se pierda suelo por procesos erosivos, por lluvias torrenciales”, indica Víctor Resco de Dios, ingeniero forestal y profesor en la Universitat de Lleida.
Los bosques juegan un papel protector fundamental. Mediante sus raíces, ayudan a fijar el suelo y estabilizar laderas y colinas para evitar que se produzcan desprendimientos o corrimientos de tierra, además de proteger el suelo de la excesiva humedad. Garantizan un ciclo hídrico equilibrado y evitan, en última instancia, que se produzcan inundaciones.
En un clima como el Mediterráneo, justo después de los incendios —que se dan principalmente en el estío— vienen las lluvias torrenciales de otoño que pueden arrasar con la tierra y la ceniza. En Galicia, por ejemplo, los ecologistas han alertado de que las 42.100 hectáreas calcinadas por el fuego en los últimos meses arrastrarán a los ríos y rías 1,3 millones de toneladas de tierras y cenizas, según informó Europa Press.
El peligro de todo esto, advierten desde la asociación ecologista Arco Iris, se sitúa en que el arrastre de la tierra y la ceniza crea una capa hidrofóbica (repelente del agua), conocida como chapapote forestal, que impide la filtración normal del agua respecto a las zonas no quemadas. En pocas palabras, el suelo se convierte en piedra, es decir, en un terreno hostil para la germinación de las plantas.
Para evitar la catástrofe, la solución pasa por acometer acciones de corrección de la erosión tan rápido como sea posible después de los incendios. Según explica Resco de Dios, existen varias técnicas que se pueden llevar a cabo en los terrenos devorados por el fuego.
En las zonas en las que hay pendientes más acusadas, por ejemplo, se pueden hacer lo que se llama faginas o faginadas, es decir, crear una especie de terrazas con la propia madera calcinada para prevenir la erosión. Otra de las técnicas más utilizadas es la del mulching, que consiste en recubrir el suelo con una capa de paja.
Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, las acciones no se suelen acometer con la rapidez necesaria. “Muchas veces se espera un año para actuar y si esperamos un año, es posible que haya habido unas tasas de erosión importantes”, reconoce Resco de Dios.
Adiós a la tierra quemada
Los incendios tienen un gran impacto en la vida de las personas. En los incendios que asolaron la región francesa de Gironda este agosto, la vida no será igual para los miles de habitantes que viven ahí. "Es difícil para mí pensar que no volveré a ver este bosque como era. Tengo 53 años y este bosque necesitará más de 30 años para recuperarse", señaló el bombero Hervé Trentin en declaraciones recogidas por la BBC.
La tierra quemada, además, puede afectar a la despoblación. Madrigal, que estuvo en las labores de extinción del incendio de la Sierra de la Culebra, cuenta que el fuego puede generar consecuencias terribles: “Parece una tontería, pero prácticamente toda esa comarca no va a poder vivir de nada porque el motor de su vida era el monte”.
Todo la actividad económica conlleva a que haya bares, a que haya médicos… pero si todo eso desaparece, al final, “esa gente no va a tener más remedio que irse a vivir a otro sitio o las administraciones tienen que poner mucho esfuerzo para recuperar todo, algo que no es fácil, porque esto no se recupera de la noche a la mañana”, añade.
El incendio de Boca de Huérgano (León) también ha dejado un panorama desolador. La tierra quemada ha dejado un fuerte impacto económico en un municipio que comprende nueve pueblos y cuyos habitantes viven mayoritariamente de lo que proporciona el monte.
El fuego ha dejado a los habitantes de la zona sin pastos para el ganado, que en muchas ocasiones se alquilan a ganaderos de otras zonas como Cantabria o Asturias. “Aquí los pastos se subastan y muchas veces se deja una importante señal o se lo pagan entero al dueño”, relata Tomás de la Sierra, alcalde del municipio. Ahora, tendrán que ver cómo devuelven un dinero que las juntas vecinales y el ayuntamiento ya tenían ingresado en el banco.
El monte calcinado, además, afecta al ser humano y a la fauna local. Los montes de Boca de Huérgano, a los pies de la Cordillera Cantábrica, son un refugio de importantes especies como el oso, el ciervo y el urogallo. “No solamente se quema el terreno, sino que se quema toda la expectativa para estos animales”, cuenta el alcalde.
Por ello, para el regidor, es fundamental aprender a amar la naturaleza, algo que muchas veces los turistas descuidados que recorren los montes no hacen. “Viene la gente de fuera y dicen 'qué bonito', pero están fumando y tiran la colilla al suelo, y ya está liada”, asevera de la Sierra González. Y añade: “Después de un fin de semana, vas de paseo por las veredas, por los caminos, por las rutas y es que eso da vergüenza”.
En todo caso, tanto en España como en otros países, el gran problema de los incendios es la despoblación rural, porque los montes se descuidan. Boca de Huérgano, por ejemplo, según datos del INE, ha pasado de los más de 2.000 habitantes que tenía en el año 1950 a solo 444 en la actualidad. “No podemos dejar que la España vacía desaparezca, porque los habitantes de la España llena también lo van a sufrir: los alimentos salen de aquí”, concluye el alcalde.
La doble cara de la reforestación
Volver a la realidad anterior al incendio es una labor ardua que puede llevar mucho tiempo. Como ya contamos en el El Español, las zonas de matorral y herbáceas pueden crecer en unos cinco años, pero otras especies de árboles y vegetación, que estuviera más madura, pueden tardar hasta siete décadas en volver a crecer.
Reforestar, sin embargo, no siempre requiere de la mano humana. Para Resco de Dios, la repoblación solo se debe acometer de forma urgente cuando pueda haber corrimientos de tierra o inundaciones que puedan tener un impacto directo sobre la población. “En esos casos es urgente repoblar, porque evidentemente está en juego la seguridad de las personas que viven aguas abajo y eso no se puede permitir”, señala.
Pero cuando no hay aspectos de carácter económico o social detrás, explica el experto, es preferible dar una oportunidad a la regeneración natural. Y “si vemos que tiene problemas, que está estancado y que la deforestación va a persistir, entonces es cuando puede tener sentido plantearse repoblar”, defiende.
Plantar un árbol significa hacer algo bueno para el medioambiente, o no. De hecho, señala el ingeniero forestal, esta simple acción puede generar grandes problemas en el futuro. Si tras plantar el árbol no se gestiona correctamente, puede crear biomasa que se va a ir acumulando y en 20 o 30 años puede convertirse en combustible.
Colectores de niebla ante incendios
Cuando el ser humano se encuentra en una situación límite, el ingenio siempre se agudiza. Eso hicieron los responsables del proyecto Life Nieblas, que está utilizando en las Islas Canarias y Portugal colectores de niebla para reforestar. Mediante unas láminas de malla plástica, las gotas de agua de la niebla se condensan en las hojas de los árboles.
“El sistema permite que los retoños florezcan hasta que estén lo suficientemente maduros para capturar agua por sí mismos”, señaló Vicenç Carabassa, científico principal del proyecto e investigador en el Centro de Investigaciones Ecológicas y Aplicaciones Forestales (CREAF), al diario británico The Guardian.
Aunque este proyecto es difícilmente expansible a otros lugares del planeta, ya que necesita unas condiciones específicas como la niebla y el viento, permite acelerar un proceso de reforestación que puede durar décadas.
“Estamos abordando la reforestación de una forma más viable y eficaz, actuando en zonas especialmente vulnerables al cambio climático y la desertificación”, afirmó Carabassa al diario británico.
“Si hay una población de 1.000 pies por hectárea, tienes que dejar una población de 250 pies por hectárea. De esta forma, lo que reduces es la cantidad de combustible y eso te permite que las condiciones del fuego no sean tan bestiales como estamos viendo en estos grandes incendios”, explica Madrigal.
El cambio climático hace que la vegetación esté más seca y sea más propensa a que se queme. Ese fue el caso del incendio a principios de agosto de 2022 en Boca de Huérgano (León). “El monte no estaba cuidado y el sotobosque estaba muy seco. Había muchas hojas, muchas escobas que prácticamente chascan con la mano cuando se aprieta”, relata el alcalde del municipio. Y un rayo prendió la catástrofe.
Por ello, todos los expertos consultados por EL ESPAÑOL coinciden en que, ante un escenario de cambio climático, hay que gestionar mejor el paisaje y reducir el combustible, ya sea cortando árboles o eliminando sotobosque, al menos en algunos puntos estratégicos para asegurarse de que lo que hoy se plante, no vaya a arder en un incendio de alta intensidad dentro de 20 años.
En los próximos años, la agudización de los efectos del cambio climático van a obligar a que las sociedades y, sobre todo, la clase política tengan que prestar mayor atención e invertir más para hacer frente a las consecuencias de un fuego que ya se muestra imparable.