Un negro torbellino comenzó a girar ante los ojos de Irene. Al instante sintió un frío terrible que paralizó sus rodillas. Pudo agarrarse a toda prisa al pasamanos para no caer de bruces. Aquel miedo no era desconocido para ella, más bien era un leal compañero que la perseguía cada vez que bajaba apresurada por aquellas escaleras.

Doña Irene Wagner, una joven burguesa casada con un prestigioso abogado y madre de dos preciosos niños, se aventuraba cada día a ir a visitar a su amante. Un cálido abrazo daba inicio a su secreto encuentro, mientras que los últimos instantes estaban ya envenenados por el miedo a abandonar el edificio y ser descubierta.

Un día, aquel miedo se plasmó en los gritos de una enloquecida muchacha que la esperaba al final de la escalera, ¡por fin la he pillado, señora! La extorsión era la única salida para ambas. Irene cedía a los chantajes, cada vez más suculentos, de una mujer que amenazaba con destruir su acomodada vida de doncella respetada y fiel.

El miedo siempre va detrás, persiguiéndonos. El temor a que aquello que nos aterra se ponga delante. Este es el tema principal del relato Miedo, de Stefan Zweig. Tomando como protagonista a la infeliz de Irene, el escritor austriaco nos empuja a ese agujero negro que es el miedo, un accidente psicológico que se traga nuestra salud física y mental. Una amenaza, real o imaginaria, que desata en nuestro cerebro cambios bioquímicos que, literalmente, paralizan nuestros recursos cognitivos y emocionales.

La universidad de California publicó en la revista Science el mecanismo endocrino de esta petrificación de la razón: las neuronas dejan de producir el neurotransmisor glutamato y comienzan a producir el de GABA. Es decir, se reduce la producción de la hormona que activa a las neuronas y se libera aquella hormona que inhibe a las neuronas. 

Zweig nos empuja a ese agujero negro que es el miedo, un accidente psicológico que se traga nuestra salud

Esta es la base química de lo que sentía Irene, cuyo cuerpo de repente comenzaba a temblar, para después estremecerse espasmódicamente. Notaba el sabor amargo en la garganta, náuseas y, al mismo tiempo, una ira absurda, sorda que se revolvía en el pecho como un calambre.

Doña Irene, secuestrada por la amenaza comienza a delirar. El sonido del timbre, un coche aparcado frente a su ventana, los gestos de los sirvientes. De repente todo indicaba que el peligro estaba al acecho. Hasta que llegó la temida pregunta de su esposo: ¿cuánto tiempo vamos a seguir atormentándonos?

Una insoportable tensión se apoderó de su cuerpo. El torrente de cortisol que invadió su amígdala cerebral llegó hacia el hipocampo. En ese instante, los circuitos neuronales de su memoria quedaron bloqueados, y los recuerdos de toda una vida feliz se desvanecieron. El miedo se había convertido en un delicado martillo con el que golpeaba cada uno de sus recuerdos, escribe Zweig.

De esa desesperación él sabía mucho. Stefan Zweig nace en Austria en el seno de una familia judía adinerada que se ve obligada a un peregrinar migratorio huyendo de las garras del nazismo y de la amenaza de una Europa que se destruye a sí misma. El 22 de febrero de 1942, la asistenta de su casa brasileña encuentra el cuerpo del escritor abrazado al de su mujer, Lotte Altmann. Se habían suicidado.

En su mesilla de noche dejó una breve carta donde por propia voluntad y en plena lucidez explica que no le quedaban fuerzas para comenzar de nuevo: “al cabo de años de andanzas sin hogar. Ojalá vivan para ver el amanecer tras esta larga noche. Yo, que soy muy impaciente, me voy antes que ellos”.