Stefan Zweig en el Archivo de Guerra, 1914. A su derecha, Romain Rolland, premio Nobel en 1915. Ilustración: Rubén Vique

Stefan Zweig en el Archivo de Guerra, 1914. A su derecha, Romain Rolland, premio Nobel en 1915. Ilustración: Rubén Vique

Historia

Stefan Zweig y Romain Rolland, dos pacifistas sobre el barro de las trincheras

La correspondencia entre ambos intelectuales muestra la batalla que libraron contra el odio y la cobardía durante la Primera Guerra Mundial. 

30 junio, 2024 01:20

En noviembre de 1914, cuatro meses después de la movilización de las tropas alemanas, Thomas Mann escribió uno de sus textos más controvertidos. Era un artículo patriótico en honor a Federico el Grande, en el que Mann, que años después encarnaría lo mejor de Alemania y de Europa, mostraba lo que para muchos era una conversión ideológica lamentable.

De un mundo a otro mundo. Correspondencia (1910-1918)

Stefan zweig y Romain rolland

Traducción de Nuria Molinés y José Aníbal Campos. Acantilado, 2024. 424 páginas. 26€

Titulado “Pensamientos sobre la guerra” y publicado en la revista Die neue Rundschau, el artículo exponía por primera vez la distinción entre la gran Kultur alemana y la “civilización”, en su caso con tintes peyorativos, que Mann atribuía a países como Inglaterra y Francia. La contienda se libraba entre esas dos visiones, decía.

Entre un “humanismo” excelso y un “humanitarismo demagógico”. Europa se encaminaba a una guerra sangrienta y Mann afirmaba –y seguiría afirmando durante un tiempo, pues más tarde desarrolló esas ideas en Consideraciones de un apolítico, un largo ensayo publicado en 1918 que el propio Mann, con su proverbial modestia, definió como un auténtico “monumento”– que la tradición alemana se basaba “en la cultura, en el alma, en la libertad, en el arte, y no en la civilización, en la sociedad o en el derecho a votar”.

Siguiendo a Bismarck, el autor de Los Buddenbrook, en lo que hoy se considera una crisis ideológica en toda regla, creía que el triunfo de la política traería un empobrecimiento intelectual. Y lo expresó con contundencia, para espanto de muchos.

El enorme impacto de aquel artículo –Unamuno llegó a comentarlo en España, tildándolo de “pedantería de energía y de brutalidad deseadas”– se advierte en la correspondencia escogida entre Stefan Zweig y Romain Rolland, De un mundo a otro mundo. Correspondencia (1910-1918), que la editorial Acantilado publica en una edición crítica de Núria Molines y José Aníbal Campos.

“Es una vergüenza lo que Thomas Mann dice de Francia –escribe Rolland a propósito del artículo–. Nunca le perdonaré la odiosa ligereza con la que habla de la devastación causada por Alemania. Nunca le perdonaré la ultrajante ironía con la que este intelectual, tan cómodo tras su escritorio, se mofa del pueblo francés en combate, que se sacrifica con un estoicismo y una dicha heroicas. La victoria de ese pueblo será la respuesta a tales insultos”.

A lo largo de ocho años, en 275 cartas, un joven Zweig –entusiasta, halagador, asombrosamente convencido ya de sus valores europeístas– y un Rolland en el papel de maestro certifican la “enajenación” en la que muchos intelectuales cayeron durante la Gran Guerra. Comentan, por ejemplo, el Manifiesto de los 93, una declaración belicista de 1914 en la que participó un extenso grupo de intelectuales alemanes, entre ellos varios premios Nobel, como el escritor Gerhart Hauptmann o el creador de la teoría cuántica Max Planck.

Rolland arremete contra ellos en muchas cartas. “¡El famoso manifiesto ha alejado a más espíritus de Alemania que una ciudad quemada!”, escribe. Aunque tampoco se ahorra críticas a la sociedad francesa. “Usted, para mi pueblo, es como si no existiera –le escribe a Zweig a finales de 1914–. Mi pueblo solo ve de Alemania los peores actos de violencia, en hechos y en escritos. Y, como dice Hamlet: ‘Todo lo demás es… silencio’”.

Durante treinta años de amistad, Zweig y Rolland se enviaron más de mil cartas. Su relación fue primero epistolar. Cuando Rolland y Zweig se conocieron, hacía tiempo que el austríaco admiraba al autor francés, del que llegaría a escribir una biografía en 1921. En 1910, cuando arranca esta correspondencia, Zweig había leído fascinado algunas entregas del ciclo novelístico de Jean-Christophe, diez volúmenes en los que Rolland narraba la vida de un músico alemán que, tras enfrentarse a diversas pruebas existenciales, crece artística y vitalmente.

Zweig y Rolland certifican la “enajenación” en la que muchos intelectuales cayeron durante la Gran Guerra

“¿Quién era aquel francés que conocía tan bien Alemania?”, se pregunta retóricamente Zweig en El mundo de ayer, al evocar el primer contacto con la obra de su amigo. Zweig, junto a otros escritores, contribuyó a que la obra de Rolland –un autor hoy prácticamente olvidado, pese a que ganó el Nobel en 1915 y a que sin él no puede entenderse la evolución intelectual de Zweig– se conociese fuera de Francia.

En una carta dice Zweig: “Usted, Romain Rolland, ha intentado con generosidad y justicia, como ningún otro francés, acercar el alma alemana, la cultura artística alemana, a los intelectuales franceses”. Por eso el escritor austríaco, que se refería a Rolland como “silencioso maestro”, creía que la publicación de sus libros en Alemania era “un acontecimiento más ético que literario”.

La primera víctima de la guerra, en este caso, fue la libertad. Es una idea que sobrevuela las cartas. La correspondencia empieza en francés, pero cuando estalla la guerra, la censura obliga a Zweig a escribir en alemán. Como ambos apuntan de forma más o menos velada, su libertad de expresión se ve coartada. No pueden decir todo lo que quieren. Algunas cartas, sobre todo de Rolland, nunca llegan al destinatario.

Como anotan los editores, ambos escritores solían lamentarse en sus diarios de la intervención del correo. “La censura me ha vuelto a arrebatar una carta de Rolland. Me pondría a gritar de rabia, estamos indefensos ante la estupidez de un puñado de oficinistas que han huido del frente para guarecerse en cómodas oficinas”, dice Zweig sobre los censores en sus diarios.

A medida que se acumulaban las cartas, los corresponsales fueron tomando conciencia de su importancia. Ya en 1915 Zweig le pide a Rolland que “conserve todo el material”. Sería bueno, dice, una vez acababa la guerra, “compilar en un libro todas las manifestaciones verdaderamente humanas y hermosas de los escritores y unirlas en un documento que sirva para todas las épocas”. Una intuición acertada, a la luz de este libro.