Adornar las casetas de feria con libros, ese es el ritual de los libreros y los editores que tienen que condensar la esencia de su trabajo en unos pocos metros. Volverse escaparate de su proyecto vital. Su amor a los libros sale al parque, se llena de polen, de sol, de viento y lluvia. Van con mucho esfuerzo, porque sus librerías siguen abiertas y ahora deben hacer malabarismos entre su tienda y su caseta.
No les queda otro remedio, saben que muchos de los lectores de la feria son paseantes que buscan lectura ocasional, que aprovechan los días de casetas y libros para hacerse con los ejemplares del verano o incluso del año. Son un público peculiar, los hay buscadores de firmas mediáticas que confunden la lectura con un “selfie” o con un “like” cibernético. Pero, también están los buscadores de libros, lectores meticulosos que rastrean los fondos editoriales de algunas casetas. Conforman una peculiar amalgama de rostros que se amontonan alrededor de las casetas. Allí los esperan los libreros, pacientes y entrenados para todo tipo de inclemencias: el mal clima, el sobador de libros que no compra ninguno o el crio con helado o piruleta que casi deja su marca pringosa.
Soy afortunada porque voy a la feria a pasar un buen rato y celebrar la primavera rodeada de libros. Quiero pensar que en la feria los que más ganan son los lectores
Luego están los escritores, los jóvenes que se ilusionan con las firmas y avisan a todos en sus redes. Pero también los escritores que aborrecen ir a firmar y sienten que no les queda otro remedio que estar y dar la cara. Por allí suelen acudir los pobres escritores literarios que se someten a una cura de humildad y son acompañados por familiares y amigos que les ayudan a sobrellevar la sensación de vacío. El reguero de firmas se transforma en un peculiar anhelo. Que alguien la pida, y en ese intercambio de razones y deseos, el escritor se sienta cobijado por un lector que se compromete a entrar en su universo.
En mi modesto caso de escritora literaria feriante desde el lejano año de 1995 cuando me estrené dibujando dedicatorias con ovejas merinas en mis poemarios, pocas cosas he cambiado. Sigo haciendo firmas dibujadas, aunque mi trazo ha mejorado y llevo lápices, ceras y rotuladores con punta de pincel. Sigo sonriendo a todo el que pasa por la caseta y si puedo le intento vender mis libros o el de algún colega, porque quedarme allí expuesta sin decir nada me aburre soberanamente, y además me pesa el esfuerzo de los pobres libreros que están dejándose la piel en las casetas, y que en esos días bulliciosos se afanan por cuadrar las cuentas. Intento ayudarles a vender con mi estilo de escritora literaria que le explica los libros al que pase, porque no me avergüenza en absoluto ser una perfecta desconocida. Lo que me preocupa y me parece vergonzoso es que la gente no lea y no se lleve abundantes y buenos libros.
Firmar ejemplares es para mí un divertimento, porque en las líneas de los personajes que dibujo se concentra mi buen ánimo, los buenos deseos, la gratitud de estar viva, la sensación festiva que transmiten todos los libros juntos y la dicha de la imaginación que fue capaz de crearlos. Soy afortunada porque voy a la feria a pasar un buen rato y celebrar la primavera rodeada de libros.
Quiero pensar que en la feria los que más ganan son los lectores que se llevan muchos libros y son capaces de experimentar y abrir horizontes y no se conforman solo con las firmas de los reconocidos o de los mediáticos. Hay que buscar también la firma de los escritores más literarios, esos perfectos desconocidos sin colas y dejarse llevar por la propuesta misteriosa que esconden sus libros.