Guayasamín, cien años del nacimiento del genio que engrandeció la pintura de América, al que dedico en esta Primera palabra unos párrafos espigados de artículos que se publicaron hace cuatro décadas en ABC.
Guayasamín, la voz plástica de la América azul y vegetal; el enamorado de la cultura del oro codiciado y el grano de maíz que germina la tierra; el que llora lágrimas de sangre por su pueblo escarnecido, por su imperio precolombino y desdichado; el que rompió todas las cadenas y custodia ahora a la virgen india, violada por el conquistador europeo de las espuelas de hierro y el airado
rebenque.
Guayasamín, espíritu azul del Titicaca, luz de la altiplanicie bolivariana, dentadura de la cordillera de los Andes, corazón del Copán y del Machu Pichu, alma del Amazonas, “capital de las sílabas del agua”, mar de los sargazos y el Caribe, pies quemados de Cuauhtemoc, furia de Caupolicán, rebeldía de Tupac Amaru, valor de Caonabo, escalofrío de Cuba de espuma a espuma.
Guayasamín, “Orinoco de aguas escarlatas” para “hundir las manos que regresan a su maternidad, a su transcurso, río de razas, patria de raíces, tu ancho rumor, tu lámina salvaje viene de donde vengo, de las pobres y altivas soledades, de un secreto como una sangre, de una silenciosa madre de arcilla”.
Guayasamín, “anfitrión de las raíces” de Pablo Neruda, áspera piedra golpeada, “estirpe de torre y de turquesa”, zarza agreste, nido matorral de la torcaza, “brasa virgen del quetzal”, ala del albatros.
Guayasamín, semilla al viento, “zarza salvaje entre los mares”, barro ritual; el que desenvainó del carcaj de la Historia las flechas indias de la ira.
Guayasamín, “joven guerrero de tinieblas y cobre”, cóndor de las alturas, vasija de la tierra virgen, río arterial, “lanza púrpura”, revolucionario de las estrellas, el buscador de raíces.
Guayasamín, piedra germinal, hambre desolada, “gotas de sangre y plumas”, brazos evadidos del légamo y la muerte; abeja engendradora de la miel y la venganza, eternidad del agua antigua.
Guayasamín, el de la infancia del miedo y la miseria; el niño de la desdicha y el desamparo; el de los diez hermanos pequeños y la casa abierta a la lluvia y la tristeza; el de la madre abnegada que le prestaba leche de sus pechos para que aclarase el color de la acuarela.
Guayasamín, el genio, el de la pintura descoyuntada que derrota al propio artista; el que se da la mano con El juicio final, de Miguel Ángel; y con Los desastres de la Guerra, de Goya, y con Los fusilamientos del 3 de Mayo, el que desborda al Guernica, de Pablo Picasso, el del verso infinito que canta Rosales: “Mi madre era tan pobre que, como no tenía nada que darme, me llenó la cara de besos y se puso a llorar”.
Guayasamín, el ojo que escucha, el de los paisajes de la tierra y del alma, el de Quito como un ascua, como un resplandor de oro, como una sombra, como un sudario; el de Toledo, lejano y solo; el que pinta la Edad de la ira igual que un volcán ardiente, que un huracán estremecido.
Guayasamín, el de los inmensos murales como una herida abierta en el pecho caliente de la Historia.
Guayasamín, el de la mujer desnuda, en “actitud de entrega”, con una mariposa oscura arrodillada a orillas del vientre, la lejana llamada del África germinal, de la virgen más joven de la tribu que danzaba al ritmo del tam-tam como un frenesí de fruta fresca mientras la luna se le derramaba a puñados por su piel de leche negra.
Guayasamín, el manantial de las manos, el torrente del genio, el creador del color, el adorador de la línea, el poeta de la tragedia, el músico del mundo, el escultor del alma, el artista del estremecimiento.
Guayasamín, el volcán, el fuego, la tormenta, la nieve, la pasión, el llanto.
Todo esto era Oswaldo Guayasamín.
Quien le ha visto pintar lo sabe.