Publiqué en esta página de El Cultural hace unos meses un artículo en torno a la fuerza de las pintoras españolas. Subrayé en él la calidad de Lita Cabellut, “influida por Bacon y los descompuestos rostros”. Entre un centenar de cartas constructivas, recibí una de Antonio Garrigues centrada en la figura de la artista aragonesa.
Aseguran algunos que Lita Cabellut vivió una infancia desolada, que su madre ejerció la prostitución, que la abandonó
siendo una niña de pocos años, que pasó hambre, mendigó descalza y en harapos por las calles barcelonesas, y durmió al raso. Tuvo la suerte de que la acogiera una familia adinerada y su nueva vida abrió para ella los caminos del arte. Hoy trabaja en un gran estudio-taller en La Haya y sueña con vivir junto a un arroyo a las afueras de Madrid para estar cerca del Museo del Prado. Objetivamente se ha convertido en una pintora internacional.
Afirman varios analistas que Lita Cabellut es un genio de la comunicación y que la devastadora historia de su infancia es un invento destinado a llamar la atención y a facilitar su éxito artístico. Lita Cabellut hace un hiperrealismo singular, lejano al de Antonio López o al de Andrew Wyeth, el autor de aquel inolvidado Mundo de Cristina, al que tanta atención literaria he prestado desde hace muchos años. En la pintora aragonesa tiemblan ramalazos de Bacon, Lucian Freud, Jackson Pollock o Modigliani, y está en búsqueda permanente de la profundidad de Rembrandt o de Goya. Ella se recrea en el esfuerzo constante de retratar psicológicamente a los personajes que pinta.
“La piel es pieza clave en las obras de Cabellut, porque muestra las cicatrices del dolor, la devastación del paso del tiempo”, ha escrito Heberto de Sysmo. Aparte de la serie de cuadros sobre Frida Kahlo y Coco Chanel, largamente difundidos, Lita Cabellut ha pintado inquietantes interpretaciones de personajes como Sigmund Freud, Federico García Lorca, Nureyev o Stravinski.
Igual que en los versos de Gamoneda, encendidos de luz, Lita desecha a veces las dermis agrietadas y siente que “su piel es fresca como la piel del río”. Se guarda entonces de aquellos como Mark Rothko que se alimentan con el perfume del suicidio. Pinta el dolor de las heridas sin cicatrizar y el “espesor viviente en las redes azules de los párpados”. Las espátulas se muestran útiles, junto a los pinceles, para la preparación de la agonía, para el azote de los dioses extinguidos.
“Cuando necesito sentir los latigazos de mi sangre, prefiero el silencio”, ha dicho la pintora; y añade de forma sorprendente: “Ojalá pudiera pintar como canta Camarón”. Lita Cabellut, que ha expuesto en todo el mundo, varias veces en España, cosechó infinidad de premios y recientemente el concedido en ese país de tanta tradición plástica como Holanda, que la nombró hace unos meses “Artista del año 2021”. Los que la conocen bien me aseguran que Lita Cabellut se interesa cada día más por la cultura asiática. El grito de oriente se escucha en su taller. La artista ha sabido agarrar a manos llenas la luz de la luna, las sombras de Rembrandt, el delirio abstracto de Pollock y los negros de Goya. Tal vez vuelva sus ojos, quizá los haya vuelto ya, hacia el Extremo Oriente con rescoldos de Wang Wei y Tu Fu, con los haikus de Basho. Shanghái se convertirá en poco tiempo en la meca de los artistas, como durante muchos años lo fue París, después Nueva York, tal vez ahora Berlín.
La pintura para Lita Cabellut es, como para Leonardo, poesía que se ve y no se oye. La artista aragonesa pinta con
dos tacones lo que se verá mañana burlando la dictadura de los críticos. Está pisando ya la otra vanguardia y se presenta ante el mundo, desde su quijote abismal, “encantadora como Jerusalén, terrible como un ejército en
orden de batalla”.