José Manuel Lucía Megías, hasta que Cervantes puso el pie en el estribo
Salimos de Villa Giralda y paseamos desde la rúa de Inglaterra hasta el hotel Palacio. Cómodamente allí sentados, en aquel Estoril de todas las nostalgias, conversamos una vez más sobre Cervantes. Era la pasión de Martín de Riquer, académico de la Real Academia Española, consejero del Consejo Privado de Don Juan III, conocedor profundo de la vida y de la obra cervantinas. Conservo notas de todo lo que en aquella conversación me dijo sobre Jerónimo de Pasamonte y el Quijote de Avellaneda, más allá de su propio libro sobre el tema. Una lástima, pero carezco de la autoridad cervantina necesaria para divulgar las palabras de Riquer, especialmente lúcidas, agriamente crueles al juzgar a Lope. El gran investigador consideraba que la envidia había cegado al autor de El perro del hortelano hasta el punto de impulsar la tropelía de Pasamonte con el Quijote apócrifo e, incluso, a redactar de su puño y letra algo más que el prólogo.
En el despacho de Luis Calvo, director inolvidado del ABC verdadero, nos reuníamos con él de forma frecuente Luis Astrana Marín, Luis Rosales, que estudió a fondo la libertad en Cervantes, y un jovencito que empezaba y que firma ahora estas líneas entrecortadas. Luis Calvo nos dijo un día: “Si Cervantes levantara la cabeza y hubiera olvidado algo de su vida, tendría que preguntarle a éste”. Éste era Astrana Marín, que sonrió complacido.
A Martín de Riquer y a Astrana Marín podría sumar yo una docena de cervantistas indiscutidos y también algunos analistas de su obra, pues hay un Quijote antes de los estudios de Francisco Rico y otro después. Y lo haría para afirmar a continuación algo que me parece de estricta justicia: José Manuel Lucía Megías es ya el primer nombre de la historia del cervantismo español. Acabo de leer el último tomo de la biografía que ha dedicado a Cervantes y estoy asombrado por la sagacidad de los juicios de José Manuel Lucía, por sus análisis certeros, por el arsenal de datos que aporta, muchos de ellos inéditos, por la erudición constructiva y sin petulancias que exhibe. La plenitud de Cervantes es la tercera parte de su colosal estudio biográfico y de la reflexión profunda que le suscita la vida de papel del autor de Don Quijote. Imbatible. Nada se ha escrito, al menos que yo conozca, con tanto rigor en la investigación, con tanta calidad literaria.
Incluso se ha atrevido el autor a desmenuzar la posibilidad de que Cervantes y Shakespeare se conocieran en Valladolid. Nada afirma José Manuel Lucía porque el rigor científico lo impediría, pero en el año1605 se firmaron en Valladolid los acuerdos de paz entre la Monarquía hispánica y la inglesa. Lord Charles Howard, que representaba al Rey Jacobo I, presidió la delegación británica acompañado por un séquito compuesto por 506 ingleses. “¿Fue Shakespeare uno de los viajeros? -se pregunta José Manuel Lucía- ¿Quiso venir a conocer la que era una de las cortes europeas más influyentes, el epicentro del poder de la época? Y de haber venido, ¿tuvo noticia del éxito del primer Quijote que comenzó su andadura risueña por estos meses? ¿Quiso conocer al autor de una obra tan celebrada y reída por todos? ¿Llegaron a encontrarse, a hablar, a compartir parte de sus pasiones literarias Cervantes y Shakespeare?” El lector encontrará sagaz respuesta a estos interrogantes cuando se adentre en la lectura de La plenitud de Cervantes.
Y, por cierto, José Manuel Lucía Megías es además un excelente poeta. No olvidaré nunca, en su libro El único silencio, el poema de la ‘Puta Vieja', uno de los más conmovedores que he leído a lo largo de mi dilatada vida profesional: “Soy puta. Soy vieja. Soy una puta vieja que ha perdido hace tiempo la cuenta de las sombras con las que me he acostado, las camas en que me he dejado la espalda y las sábanas que se han confundido con mi piel comprada de serpiente… pero nadie, nunca, me ha dicho te quiero, nunca mis oídos escucharon tales palabras y nunca, a nadie, yo se las he dicho”.