Cuando las publicaciones especializadas hacen encuestas sobre los veinte pintores más destacados del siglo XX, es seguro que aparecerán en la lista Pablo Picasso, Joan Miró y Salvador Dalí. El genio malagueño, indefectiblemente en primer lugar. Asoma también a la relación de forma frecuente Juan Gris. Y desde hace unos años Joaquín Sorolla, aunque una parte de su obra esté fechada en el siglo XIX.
El premio Princesa de Asturias otorgado a la Hispanic Society of America ha devuelto a la actualidad al inmenso artista español, que estuvo a punto de ser cerrajero, que consolidó el luminismo, que fue de pincel moderno pero no se dejó zarandear por las modas de su tiempo, y que a pesar de morir a los 60 años ha dejado una gigantesca obra que va imponiendo el nombre de Joaquín Sorolla entre los más destacados del siglo XX. Para la Hispanic Society, fundación del mecenas Archer M. Huntington, realizó catorce grandes murales sobre las Regiones de España que dispararon su fama y le consagraron. A principios de siglo pudo construirse en Madrid una casa de envergadura en la que albergó parte de su obra y sus inquietudes. Fue, por cierto, vecino de María Guerrero, la erizante actriz que ha pasado a la historia del teatro.
Recuerdo de forma precisa las veces que tuve la suerte de estar con Pablo Picasso, con Joan Miró, con Salvador Dalí, al que visité por última vez cuando se sentía secuestrado en Torre Galatea, meses antes de morir. Me hubiera encantado entrevistar a Joaquín Sorolla. Habría sido un ejercicio periodístico especialmente suculento. Pero falleció en 1923, manteniendo la feroz independencia pictórica que ha terminado incluyendo su nombre en la relación de los más destacados del siglo XX.
Es ya un tópico referirse a cómo Joaquín Sorolla pintó la luz, sobre todo en las playas españolas. Se olvida a veces que pintó también la luz del alma en el impresionante retrato que le hizo a Benito Pérez Galdós. Suelo afirmar para escarnio de algunos que los tres grandes novelistas de la historia literaria de España son Miguel de Cervantes, Benito Pérez Galdós y Miguel Delibes. Y bien. Sorolla se adentró en el alma del autor de Fortunata y Jacinta como también lo hizo, tal vez con menor intensidad, en los retratos de Santiago Ramón y Cajal, de Antonio Machado, de Vicente Blasco Ibáñez, de Aureliano Beruete, de Raquel Meller, de María Guerrero... En el antedespacho del Rey en el Palacio de la Zarzuela se puede contemplar el último retrato sin terminar que le hizo a Alfonso XIII y que es un boceto sobrecogedor del Monarca riente al que aguardaba la amargura del destierro y de la muerte temprana por la nostalgia de España.
Supo Joaquín Sorolla hacer también una pintura de preocupación social poniendo un espejo delante de las miserias de su época, de los niños famélicos, de las madres pobres que como no tenían nada para que sus hijos comieran les daban un beso y se ponían a llorar. Su celebérrimo Y aún dicen que el pescado es caro, con la tragedia del pescador muerto en su trabajo, es solo una muestra más de la voluntad de Joaquín Sorolla en la denuncia social. Sus biógrafos suelen subrayar la estancia del pintor en París y la influencia del impresionismo sobre su obra. No lo creo así. Sorolla mantuvo siempre su personalidad propia y poco tiene que ver con los grandes impresionistas. En Sol de tarde, en Nadadores y en otros cuadros que se alzaron con un éxito descomunal en Nueva York en 1905, brilla la luz de Sorolla que se ha impuesto entre los grandes pintores del siglo XX.
Picasso, Miró, Dalí, Sorolla, Gris y algunos de los que les sucedieron, desde Antoni Tàpies a Miquel Barceló, desde José Caballero a Manuel Rivera, desde Rafael Canogar a Alicia Framis, forman la larga caravana de nombres que han colocado a España en lugar relevante de la expresión pictórica durante los últimos cien años. Bievenida, en fin, la Hispanic Society tan justamente premiada, que ha devuelto a Joaquín Sorolla a la última luz de la actualidad.