Por fin, un artículo magistral sobre el cuadro de la Familia Real pintado con calidad de navajeo histórico por Antonio López. “Quisiera aclararme -escribe Francisco Nieva, académico de la Real Academia Española y alfil de la mejor vanguardia cultural- por qué me conmueve, me desazona, me inquieta. Es por anticonvencional, pero carente de todo énfasis pictórico, opuesto a todo lo anterior en materia de pinturas áulicas”. Velázquez practicó desde la maestría un discreto cortesanismo. Goya, desde la aparente reverencia, caricaturizó a Carlos IV y a su familia, salvo al futuro Fernando VII, en el que puso sus complacencias y luego resultó ser un Rey felón y tal vez el único Monarca malvado de la historia de España. López ha ninguneado sin agresividad a la Familia Real.
Al pintor manchego se le ha acusado de tardar veinte años en hacer una mediocre fotografía. Se le ha criticado por el realismo decadente del cuadro, por el convencionalismo de la pintura. Francisco Nieva discrepa: “Es un cuadro agresivo y radical, antisistema, que ha trasladado al lienzo la crisis de tantos valores del universo cultural”. Y añade: “Antonio ha sido siempre un vanguardista, cuando el hiperrealismo era una sorpresa magistral”. Todavía recuerdo el impacto que me produjo en 1956 El mundo de Cristina del hiperrealista Andrew Wyeth pintado en la época en la que el abstracto estaba en su máximo esplendor. La pintura es y siempre lo ha sido una cosa mental. La idea de Leonardo da Vinci no ha envejecido.
Antonio López ha pintado a la Familia Real para gritar desde el lienzo: “Ustedes no son nadie”. O mejor dicho: “Ustedes son como todos los demás, como todos nosotros”. Ni boato ni tronos ni armiños ni salones palaciegos ni oros fatigados ni uniformes de gran gala ni genuflexiones reverenciales. En la pintura del genio de Tomelloso, el Rey Juan Carlos, la Reina Sofía y sus tres hijos, son unos ciudadanos más, retratados psicológicamente por un artista que pinta la igualdad de todos desde el entendimiento profundo de la democracia. Francisco Nieva concluye afirmando que el cuadro de Antonio López es una “pintura anticonvencional e inquietante, de todo punto magistral”.
El Cultural se ha ocupado cien veces del arte de Antonio López, que se encuentra firmemente instalado en cabeza de la gran pintura española del último medio siglo. Francisco Nieva, que vive todavía el aquelarre y la noche roja de Nosferatu con tembladera virginal, lo ha entendido certeramente. Y ha tenido el valor intelectual de escribir lo que ha sentido al contemplar La Familia Real de Antonio López. El autor de Pelo de tormenta, el colaborador de la Cinderella de Prokofief y Felsenstein, el dramaturgo que ha superado a Artaud, a Beckett, a Genet, a Adamov, es hoy la máxima representación de la cultura española y desde su magistral Carne de murciélago ha sabido hundirse en la piel de las niñas suntuosas junto al constructor de ataúdes, acogotado el académico por Nosferatu en “las espumas del atardecer”.
Al pintar a un hombre, a una mujer y a sus tres hijos, Antonio López parece contemplar junto a Gamoneda el perfil de las ojivas cárdenas, estremecidas como los cimacios acariciados por Vivaldi. Es el pincel metafísico, “la caída en el uno” de Heidegger, la superación de la lógica en los símbolos descodificados. Desde la luz que se pelea a hachazos con la vida, el artista pinta el recuerdo deshabitado del olvido. “En la oquedad de la tristeza canta un pájaro altivo las palabras inmóviles”. A Antonio López, como al poeta, se le hiela el pensamiento que se hace profundo en el jardín de los reyes desaparecidos. “Abuelo, le podría decir también la adolescente inquieta, respiras como un pájaro viejo. ¿Por qué conservas en ti tantas lágrimas?”