Releí días atrás El jardín del Edén, novela póstuma de Ernest Hemingway. La releí en la edición de Debolsillo, que lleva un excelente prólogo de Rodrigo Fresán, agudo y rico en informaciones, como todos los suyos.
En una de las notas a su prólogo, Fresán cuenta cómo la publicación de El jardín del Edén en 1986, un cuarto de siglo después de la muerte de su autor, “rejuveneció el interés por Hemingway entre las académicas, quienes –acostumbradas a descartarlo como machista y misógino– se lanzaron a escribir abundantes papers, y así hoy esta novela póstuma e incompleta –pero generosa en elementos lésbicos, andróginos, bisexuales, psicologistas, así como preocupada por el análisis de la locura femenina– recibe tanta atención por parte de los especialistas como Fiesta o Adiós a las armas”. Y añade Fresán este dato impagable: “Uno de los títulos de las reseñas lo dice todo: ‘¡Por fin, chicas! ¡Un Hemingway para nosotras!’”.
Lo cierto es que, releída en el marco de los hoy omnipresentes debates sobre género e identidad, El jardín del Edén adquiere nuevos relieves. La novela está protagonizada por una joven pareja de norteamericanos que experimentan un ménage à trois con una todavía más joven muchacha. Antes de eso, Catherine no ha cesado de arrastrar a David Bourne, escritor, a un turbador juego de intercambio de roles, impeliéndolo a cortarse y teñirse el pelo como ella, y a asumir, durante sus sesiones de sexo nocturno, el papel de mujer, dejándose sodomizar.
Para haber sido concebida y comenzada a escribir a mediados de los años 40, la novela, o al menos lo que nos cabe leer de ella, es sorprendentemente osada, por mucho que el triángulo amoroso se arme en torno al hombre y sea éste, en definitiva, el polo de atracción y de disputa entre las dos mujeres.
No sin razones han sido muchos los que han entrevisto en Catherine, Marita y David no sólo contrafiguras bastante reconocibles del propio Hemingway y de algunas de las mujeres a las que amó, sino también una sutil escenificación de su propia ambivalencia sexual y sentimental, no exenta de fragilidad y de ternura.
Cabe cultivar todo tipo de escepticismos acerca de que 'El jardín del Edén' sea una novela de Hemingway. Lo mismo da. Su lectura es de lo más recomendable
Imposible recomendar una lectura más idónea para el verano, dado que El jardín del Edén, cuyos escenarios son la Costa Azul, el País Vasco francés y Madrid, es una novela llena de sol y de mar. Sus bellos, adinerados y bronceados protagonistas no hacen otra cosa que conversar, nadar, follar y consumir martinis, whisky con Perrier, vino blanco, champagne y manjares exquisitos. Todo entre diálogos soberbios, y en una atmósfera muy a lo Godard.
Desde mi particular perspectiva de editor, El jardín del Edén ofrece un aliciente adicional. Pues la novela es, en realidad, un constructo. Fresán cuenta que cuando, a mediados de los años 80, Tom Jenks, editor de la editorial Scribner’s, se sentó a poner orden en el ingente material acumulado por Hemingway a lo largo de los más de quince años en que no cesó de dar vueltas al libro, las anotaciones y borradores sumaban cerca de dos mil páginas. Dado que el resultado final apenas llega a las doscientas, es fácil hacerse una idea del montón de decisiones, a menudo drásticas, que Jenks tuvo que adoptar, asumiendo funciones casi autoriales en el momento de desentrañar los rumbos más válidos.
Cabe cultivar todo tipo de escepticismos acerca de que El jardín del Edén sea, en rigor, una novela de Hemingway. Lo mismo da. Su lectura, hoy más que nunca, es de lo más recomendable, y contribuye como ningún otro de sus libros a adentrarse en su forma de comprender –y de ejercer– su propio oficio de escritor.