"Verde y con asas”, decimos para designar una verdad incontestable. Ahora bien, ¿qué demonios es eso de color verde y provisto de asas que vale por una verdad tan obvia que no necesita mayor demostración? ¿Una regadera quizá? Si fuera así, ¿por qué precisamente una regadera, que además podría ser amarilla, ejemplifica lo evidente? Da igual porque resulta que el dicho completo reza “verde y con asas, alcarraza”, una especie de botijo. Más allá de la perplejidad en que nos sume esta palabra extraña, el embrollo léxico nos está revelando algo interesante: que arrastramos un serio problema con la evidencia.
La filosofía presenta síntomas de resfriado severo bajo el signo de un Romanticismo que guarda secreta afinidad con lo enfermo
La evidencia es aquello que se nos muestra a los ojos directamente. Esas dos ventanas de la cara nos dan noticia de primera mano del mundo: personas, cosas, sucesos. Uno puede confiar en esos datos inmediatos de la experiencia o puede recelar del testimonio de sus propios sentidos, juzgándolos poco fiables. Desde luego, siempre son recomendables unas gotas de escepticismo destinadas a limpiar nuestra visión natural del mundo de falsedades y ocasionales errores que propician el dogmatismo. Ese que sais je que Montaigne mandó grabar en su medalla. La filosofía nació de la extrañeza ante lo que es dado a la intuición convirtiendo lo natural en sorpresa. Ahora bien, nunca hizo de la perplejidad su nido permanente. Buena filosofía es aquella que, desvaneciendo las tinieblas del escepticismo, levanta un faro que ilumina las apariencias de las cosas y las integra en su sistema.
Eso era antes porque ahora la filosofía presenta síntomas de resfriado severo bajo el signo de un Romanticismo que, según Goethe, guarda secreta afinidad con lo enfermo. Una de las manifestaciones de esta connivencia está en esa desconfianza insana hacia lo natural tan peculiar de nuestro tiempo (disfrazada bajo el eufemismo “pensamiento crítico”) que introdujeron algunos precursores de la modernidad y después la postmodernidad ha exasperado aún más. Tanto lo natural sensible como lo natural simbólico: la cultura. Así, la cultura siempre había sido entendida como la senda normal de socialización del individuo, por la que el salvaje se transforma en ciudadano, mientras que ahora se ve en ella un instrumento de dominación de unos sobre otros, como si en esta última etapa la cultura hubiera entrado en una larga decadencia, cuando lo cierto es que ha ocurrido lo contrario.
Yo mismo me he topado muchas veces con esta contumacia. Afirmo en público: vivimos en el mejor momento de la Historia universal. Reacción: murmullo, resistencia, contestación. Sin embargo, se trata de una evidencia resplandeciente, como lo prueba que al preguntar al escéptico qué tiempo elegiría para vivir, tras pensárselo unos segundos, de mala gana acaba reconociendo que el presente. Lo hace no sólo por razones materiales, sino morales, al constatar que los principales beneficiarios del progreso moderno han sido los más débiles. Luego salta a la vista –vale decir, es evidente– que somos comparativamente los mejores. Pues bien, la filosofía actual niega dicha evidencia, la vuelve de revés, predica su inversión. Algunos filósofos ganan hoy fama de profundos profiriendo exabruptos estupefacientes como el de que las democracias liberales prolongan los campos de concentración nazis o que sus ciudadanos sufren mayor servidumbre que en las dictaduras porque sus cadenas sus invisibles. ¿A quién creer: al filósofo constipado o a los propios ojos?
“Sé filósofo, pero, en medio de toda tu filosofía, continúa siendo hombre”, escribe Hume en Investigación sobre el conocimiento humano dando a entender que las más sesudas cavilaciones del filósofo harían bien en no perder del todo el embrague con los afanes vivos de la gente, aplicando al pensamiento esa naturalidad educada que es marca de los espíritus verdaderamente sutiles. La tarea de la filosofía no se cumple destruyendo la confianza en la evidencia, sino dando razón de ella.
Filosofía blanca y en botella.