Épocas. Las épocas, las etapas históricas, no terminan bruscamente, en un determinado día o año. Se van agotando poco a poco, sufren un lento, indoloro y, a veces, desapercibido desangramiento. De pronto, hay un acontecimiento que, dotado de gran capacidad simbólica, señala con un sonoro golpe de gong su desenlace efectivo. Se exagera, se mitifica, se enfatiza al respecto, y es probable que yo mismo lo esté haciendo al apuntar a la gira de conciertos de despedida de Joan Manuel Serrat.
El adiós definitivo de los escenarios de uno de los máximos representantes de la cultura popular española, que ha acompañado y puesto banda sonora y espiritual a un público transversal, intergeneracional, ideológicamente plural, durante casi seis décadas, no puede significar solo su propia despedida, en el fondo iniciada hace ya muchos años, tantos como los años –hechos, signos, tendencias– que han venido anunciando el final, en íntima relación, de una época cultural y política.
Su multitudinario –y muy bregado– público del Wizink Center y el congregado ante la televisión el día 3, que ya no lleva la iniciativa histórica que llevó en la calle ni en los despachos para conformar un país, le acompañó en una especie de bajada de telón, de salida común. Serrat cerró el concierto con estos versos de doble, si no triple, alcance: “…Vamos bajando la cuesta/ Que arriba en mi calle/ Se acabó la fiesta”.
Toda la música popular tiene un peso cultural enorme, porque se cuela en nuestras vidas desde la infancia
Música. Dentro de la música popular, hay quien solo ha dado importancia cultural a los desgarrados rockeros urbanos o a los cantautores de fibra poética, por decir algo. Lo cierto es que, en su conjunto, toda la música popular –las canciones, para entendernos– tiene un peso cultural enorme porque se cuela en nuestras vidas desde la infancia, introduce en nuestro pensamiento –y en nuestro sentimiento– tópicos y valores de comportamiento, queda asociada a todas nuestras edades, a todos nuestros momentos y experiencias sean de alegría, tristeza, placer, pérdida… Y, no digamos, a amores y a enamoramientos.
Hay que reconocer que ni el más sublime de los libros ni la más hermosa de las películas tienen la misma potencia a la hora de hacernos evocar lo que hemos vivido y sido, lo que ha sido nuestro país. Nada permanece, como una o como mil canciones, pegado de la misma manera a nuestra piel. Por eso, cuando nuestra piel se va arrugando o cuando un tiempo –o nuestro tiempo– va acabando, las canciones que en su día oímos o bailamos en nuestro cuarto, en una verbena, en una plaza de pueblo, en una disco, nos producen una ambivalente sensación de exaltación, ¡éramos jóvenes!, y, como ya no lo somos, de sombría melancolía. Mover un poco, en ese trance, los pies y la cabeza no sirve de nada. Se acabó la fiesta.
Un país. En Ara que tinc vint anys (1967) –…ara que encara tinc força/ Que no tinc l’ànima morta/ I em sento bullir la sang–, Serrat, a sus 24 años, transmitió su plenitud y pujanza juveniles –tengo fuerza, no tengo el alma muerta, siento hervir la sangre–, contagiada a quienes entonces le escuchaban, prolongada de maneras distintas con Machado y Hernández, y con Lucía, La mujer que yo quiero, Tu nombre me sabe a hierba o Mediterráneo y tantas otras. Una colección y una crónica irrepetibles.
El contagio de vida siguió como siguieron las vidas de quienes le seguían y le han seguido en sus conciertos de despedida. Mientras han continuado en pie las generaciones que desde aquel lejano momento han hecho un país que quiso ser –y lo ha sido– nuevo, distinto y más libre. Pero ya han pasado cincuenta, cuarenta, treinta años de casi todo. También de un país, de una política y de una cultura que, como poco, no son como fueron: “Vamos bajando la cuesta/ Que arriba en mi calle…”.