Opinión

Miguel Mihura: cien años de seductor

21 julio, 2005 02:00

Sisita Milans del Bosch lleva unos años haciendo arte y ensayo, eso que antes se llamaba teatro de aficionados. Sisita, que tiene instinto para el teatro, gracia e incluso oficio, puso el verano pasado Cóctel/party, de Eliot, y este año acaba de estrenar, digamos, Prohibido suicidarse en primavera, de Alejandro Casona. Pero lo que más me interesa de su afanosa producción es la comedia inédita de Miguel Mihura El seductor. Se trata de una obra absolutamente inédita, pese a lo muy rastrillado que ha sido ya Mihura por su calidad única y por su éxito entre el público. La elección de Sisita ha sido magistral.

Lo primero que se nos ocurre nada más leer El seductor es exclamar “bueno, pero aquí no pasa nada”. A uno le parece que esta pieza, precisamente por eso, porque en ella no pasa nada, es el mejor vislumbre teatral del gran maestro que ahora conmemoramos en sus cien años. Efectivamente, por eso, porque no pasa nada, El seductor roza la zona más delgada y sublime del teatro, lo que en España hemos llamado teatro del absurdo, teatro de la nada.

Un caballero sigue a una señorita por la calle porque le gusta y la va admirando silenciosamente como en aquella pieza de Unamuno, de peor fortuna. El caballero, el seductor, entra en el portal donde entra ella, sube detrás de ella las escaleras y penetra en el piso, donde le sonríe una doncella. Es cuando la asediada, Ana, se vuelve al seductor y le pregunta qué desea, qué hace, por qué está allí. él le explica que sólo quiere verla porque le gusta, porque la admira, porque sí.

Ambos desenvuelven un diálogo templado, tranquilo, cortés, elegante, pero absolutamente inexplicable por falta de referentes realistas. Ana le advierte al caballero que está al llegar su marido y él encuentra eso muy razonable. Llega el marido, intercambian bromas entre los tres y el esposo se retira a su despacho a trabajar, porque es de esos que se llevan trabajo a casa. Poco tiempo después, el presunto seductor, que sólo lo es en el título de la obra, se despide educadamente y queda entre ambos una convencional promesa de volver a verse.

He aquí un juego casi imposible con lo circense, el diseño de una de tantas comedias de adulterio, pero sólo el diseño, que de todos modos consigue una efectividad teatral y una tensión inexplicable. Pudiera decirse que Mihura trató, al escribir estas pocas cuartillas, de burlarse de un teatro que él mismo había hecho con frecuencia, pero eso sería poco para tan audaz intento. Uno más bien ve aquí un espectáculo donde pasa todo y no pasa nada. La actuación y los diálogos de los personajes tensan nuestra atención como si ya hubiese ocurrido algo grave. Mihura, quizá, trata de demostrar que el teatro es eso, dos hombres y una mujer intercambiándose frases de una gran vaciedad o de infinitos significados. En cualquier caso, la acción está de más. El asesinato del seductor por el marido destrozaría la gracia silenciosa de la situación. El final feliz de los nuevos enamorados también sería un tópico y un convencionalismo. Toda la poesía y toda la gracia de la pieza está en lo que ocurre, o más bien en lo que no ocurre. He aquí la genialidad de Mihura y lo que le emparenta con los modernos autores europeos del absurdo y del silencio, ese silencio poblado de tópicos y frases vacías que ilustran Esperando a Godot.

Mihura ha escrito Esperando a Godot en su propio lenguaje y estilo, pero con la misma conclusión. Lo único que pasa en la obra es la voluntad de que pase algo. Dijo alguien que lo único que cimenta los veinte tomos de Marcel Proust es la voluntad de hacer una novela. Proust jamás intenta transmitirnos otra cosa. Nuestro Mihura tampoco. He elegido este acierto menor y desconocido de Mihura porque me parece realmente el esquema genial de su teatro, de sus personajes, que hablan y hablan sin decir nada, o sólo cosas involuntariamente graciosas y que por lo general vienen a destruir el tópico de toda conversación burguesa. Mihura sólo leía a Simenon, lo cual no es malo, pero si además hubiese leído otras cosas, tampoco demasiadas, habría colmado la grandeza de su teatro crítico, que lleva la crítica hasta más allá de sí mismo. Lo que Mihura burla en esta mínima pieza y en toda su obra es el teatro en general, como esos autores que han escrito una gran novela sólo para destruir eternamente el género novela, y aquí no hay más remedio que citar a Joyce. El experimento de Mihura que acabamos de resumir no sólo deja en el aire cierto tipo o escuela de teatro, sino que anula el teatro universal o lo reduce a su esquelatura fundamental y perdurable. Hace poco dijo Fernán-Gómez en algún sitio que a él lo que le molesta del teatro es el público. Por estas frases sueltas nos persuadimos de que el teatro se está suicidando o viéndose morir con plena lucidez. Un griego con una lira y una fuego al fondo ya es teatro. No hace falta más. El resto que lo invente el público. Un teatro vacío, con los actores en el escenario haciendo la función, también es teatro absoluto en estado puro.

Hamlet, leyendo un libro en voz alta, también asume y resume todas las posibilidades del teatro. El resto de Shakespeare sobra. Mihura nunca pensó en hacer vanguardia. Incluso empezó en el teatro, ya de familia teatral, y como él cuenta, dando vales gratis en una taquilla encima de la que ponía “no se conceden vales”. Por lo tanto, su punto de partida es el escepticismo. A él le gustaba e influía el teatro de Jardiel pero llegó mucho más lejos que Jardiel. La diferencia está en que Jardiel Poncela jugó con el absurdo que aprendiera en Italia, pero siempre, al final de la obra, encontraba complicadas y penosas explicaciones para su público burgués. Quiere decirse, sí, que Jardiel era un escritor burgués, pendiente de lo que pudiera cobrar de la burguesía a través de taquilla. Mihura, por el contrario, principia con una obra de apariencia disparatada, Tres sombreros de copa.

En los años 30 y 40 nadie estrenaba eso para ganar dinero, y Mihura quería ganar dinero, pero se equivocó, incurrió en un teatro que a él le gustaba mucho pero se alejaba del convencionalismo burgués y consabido. Hoy, Tres sombreros de copa es la mejor obra del teatro español del siglo XX, excepción hecha de Valle-Inclán. A Mihura le salió una obra de vanguardia sin saber lo que era la vanguardia. En su piso de General Pardiñas me contaba, ya en sus últimos tiempos, que le gustaría reponer los Tres sombreros suprimiendo los cazadores, los conejos y todos los elementos vanguardistas de la obra. También me puntualizó que, como protagonista, había elegido al cantante Raphael. Pero Mihura murió y aquello no se hizo nunca. Ahora van a llenar la Gran Vía de musicales a la manera de Broadway. La historia es una pura ironía. Mihura va a pasar del vanguardismo de los 20 al musical familiar del 2000 habiéndonos dejado un repertorio nutridísimo de comedias convencionales que incluso eran demasiado vanguardistas para su público burgués. No se tomó nunca en serio el teatro ni el arte ni el amor ni la vida. Gracias a esto consigue que el total de su obra fluctúe entre la genialidad y la comercialidad. El seductor de su pequeña comedia sabía que las seducciones no se consuman nunca porque cuando se consuman es peor.

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