Adonis: Historia desgarrándose en cuerpo de mujer
Adonis
22 marzo, 2013 01:00Adonis. Foto: John McDougall
Detrás de cada libro de Adonis (Ali Áhmad Saíd Ésber) late la vida, su vida. Aunque sirio, fija su residencia en Líbano a sus 26 años y entra pronto en el ámbito de la cultura occidental. Pasa por la experiencia de la guerra civil y del asedio del Líbano durante diez años y a partir de 1985 fija su residencia en París, siendo colaborador de la Unesco y de otros organismos culturales. Pero, como hemos escrito tantas veces, casi nunca existe poeta sin "raíces", y naturalmente las de Adonis son las de su tierra natal, con sus primeras y posteriores vivencias, con el depósito de su cultura y el aprendizaje en lo más real, con su formación en las fuentes de la poesía tradicional, aunque su actividad en manifiestos y en revistas de vanguardia nos prueban que no se conforma con una misión estrictamente "poética".
Y, sin embargo, la poesía es el nutriente de su vida, también en este libro que reconoce como "poema polifónico"; es decir, como un poema de poemas que adquiere a la vez la tonalidad de breve obra teatral, pues en ella dialogan cinco voces (la mujer, el hombre, el hijo, el narrador y el coro). A ellas bien podríamos añadir esas levísimas señales en cursiva, también propias de las representaciones, como es el "silencio", que tras cada texto se contrapone a sentimientos y razones. Memoria y vida se funden en cada fragmento. La poesía siempre está presente desbordada, a veces en enumeraciones, como en el poema dedicado a la luna, en el que se nos revela una radical dualidad, ("la luna de la vida" [...] pues "lo divino no es la vida").
La mujer es el centro del poema, el cuerpo en el que se desgarra la historia, o el "mapa" en el que el lector lee los mensajes primordiales, aparentes u ocultos. Dualidad también la mujer ("mitad útero y cópula") y dualidad la pareja ("dos contrarios"). Y esta dualidad que el lirismo armónico pretende deshacer, se da en tiempos en los que los "altares" son "mesas". La vida no parece ser divina, pero la desacralización de la realidad es evidente, en guerras, en tensiones, de ahí que el poeta salte de la historia y el mito a la realidad de la memoria infantil, al niño que grita: "No hay agua./No hay agua ni siembra", al ser "que se quita/los espinos de los pies". Otras veces la realidad la evidencian nombres propios (La Meca, Jerusalén), aunque siempre retorna el cuerpo- amor, pasión-mujer. Pero lo que entrama el discurso del pensar la realidad poéticamente siempre es la poesía, las nítidas imágenes que superan la reflexión: "podían nadar la estrellas en el agua de sus ojos", o "mas tenemos mujeres arrayanes" (sus penas son "un lecho seguro").
Realidad y ensueño, dolorido lamento y lirismo se acaban fundiendo en este poeta como un don, con una plasticidad que resume todo: "La historia de la esfera de Dios está escrita con tinta que en realidad es sangre". Después de otras fecundas y dilatadas entregas de su obra entre nosotros -pensemos en El libro (I)- en esta de ahora su mensaje se condensa, siempre con una grande y ejemplar riqueza expresiva.