Elogios y celebraciones
José Jiménez Lozano
29 septiembre, 2005 02:00José Jiménez Lozano. Foto: Nacho Gallego
"Obediencia a las lecciones del lirio silvestre y de los pájaros del cielo" y "desobediencia a otras estéticas del mundo que no son las de los lirios y los pájaros": éste es, de acuerdo con la nota prologal del autor, el designio que unifica los más de doscientos textos de este extenso poemario, el más numeroso de los suyos.
Desde hace décadas, obvio es decirlo, Jiménez Lozano ha ido construyendo un mundo literario -verso y prosa- personal y auténtico, de alto vuelo intelectual, de testimonio crítico del presente, de honda sutileza de observación y de emocionado testimonio de una naturaleza cercana y a la vez abarcadora, esa Castilla profunda que, como Unamuno propugnaba, el autor sabe recrear como microcosmos de valor universal y a la vez como apartada orilla para el espíritu, como en esta "Placita de pueblo": "Silente placita,/ susurro de agua,/ ni ruido de mundo,/ sosegada el ánima".
Desde Tantas devastaciones (1992) hasta el reciente Elegías menores (2002) la lírica de este autor ha buscado dejar constancia acendrada de un vivir íntimo hecho de celebración y elegía, de canción delicada -esa retórica de lo mínimo y de la palabra sencilla que organiza la mayoría de sus poemas mejores-, de sentimiento religioso y de una penetrante sugerencia existencial. Desde ésta, sobre todo, se afronta la conciencia personal del tiempo -"Vacilante lamparilla,/ ya casi no te alumbra,/ pero torna enorme e insegura/ tu sombra"- y se buscan las raíces espirituales en la materia elemental, esa Presencia que apela constantemente a la sensibilidad y al pensamiento: "La lluvia golpea en la ventana/ con sus sutiles dedos; abres/ y te encuentras con Alguien ciertamente:/ el olor a tierra húmeda".
Los ojos del poeta Jiménez Lozano registran y trascienden los matices de las horas, desde los amaneceres límpidos o turbulentos a las noches de luna o de tormenta; las aladas presencias de los pájaros, tan reales y tan simbólicos; las pequeñas cosas cotidianas y los pobres seres que somos, siempre vistos desde la ternura compasiva o desde un ascetismo nada cándido, que implica incluso la ironía metapoética, como en "Silencios místicos": "Llegó el místico a un punto,/ en el que ya no le servían las palabras, dijo./ No me vengas con cuentos,/ respondióle el cuco./ Con una sola de ellas/ creó Dios el mundo".
Los mejores poemas de este libro no son aquellos en los que el razonamiento explícito se desenvuelve en argumentos o en glosas literarias, como "Paisaje", "Hojas de primavera", "Los dióscuros" o "Ex illis", sino aquellos más depurados, cercanos a la canción tradicional o al haiku, en los que se objetiva el contenido de la intimidad en el trazo sencillo de una instantánea: "Otoñal hoguera campesina/ ¡si consumiera/ los antiguos rastrojos de mi ánima!".
No todo es aquí, sin embargo, elogio y celebración o, mejor dicho, la mejor celebración de estos poemas rescatados es la que no prescinde de las certezas sombrías, esas que la memoria, el sentimiento del tiempo o la pesadumbre por el rumbo de la historia instalan en el libro y que dejan al desnudo de manera ejemplar el fulgor de lo pequeño y la valía del pensamiento lírico en acción, en esfuerzo trascendente: "¡Es tan pura/ la criatura del esparto!/ Y, como todo amor profundo,/ áspera dulzura".