Image: Sed de champán: Bochorno y suburbio

Image: Sed de champán: Bochorno y suburbio

Novela

Sed de champán: Bochorno y suburbio

23 julio, 2015 02:00

Detalle de la cubierta de Sed de champán, basada en el dibujo El Charolito del artista Ceesepe

El asfixiante pre verano de Madrid irrumpe en Sed de champán de forma obsesiva. El bochorno es el marco perfecto para narrar lo exagerado de pasiones y venganzas. La novela, considerada la última maldita del siglo XX español, representa el canon lírico y marginal de la obra de Montero Glez.

También tiene Madrid un tiempo previo al verano, un par de semanas en las que el bochorno llega de golpe tras el último nublado y las primeras chicharras. Mayo se recalienta algunas tardes de los 'isidros'; esto ocurre cuando la ciudad combina en el mismo día las gafas de sol y la chaquetilla de entretiempo. Es ese Madrid que se envuelve en la nube de puro de los tendidos, que eructa coñac 'Fundador' cuando sale el primer 'victorino' en el templo neomudéjar. Depende de las tormentas, o de que se levante la mala baba entre los 'del 7'. Pero insisto en que hay un Madrid golfo que se escalona, que casi se mezcla, en los distintos niveles o andanadas de la plaza Monumental. Ahí Madrid resuda esa personalidad castizona y tabernaria en la que se mueve Montero Glez. Antes ha habido un chorro de reventas bullendo por los alrededores del monumento al maestro Bienvenida, muerto por una vaquilla.

No concreta exactamente el verano Montero Glez en Sed de champán, aunque el calor "se ha adelantado" cuando "la noche de autos" y el Charolito, "hijo de la otra orilla", hace repiquetear sus andares en "las calles aún calientes". Sería por finales de mayo y cuando las corridas buenas de San Isidro. El Charolito lleva algunos caudales de sangre gitana por las venas, pero es un antihéroe que viene impuro de cuna. El Charolito pasea su bastardía de la moqueta cara del Wellington (hotel taurino donde los haya) a los ‘poblaos' del extrarradio. Es una leyenda del hampa. Un dios del arroyo o un titán entre la marginalidad más canalla de Madrid.

Tipo renegrido y juncal este Charolito, ha aprendido a moverse en un Madrid donde es el suburbio el que abraza a una ciudad, a un villorrio grande y 'malamente' europeo. Quizá sea el último pícaro de nuestra literatura. Quizá el Charolito de Montero Glez sea el eslabón perdido del arribista social de la novela del XIX al que el autor ha puesto jerga caló y querencias toreras. Qué más da. El Charolito es un torerillo que salta a resabiar vaquillas a la luz de una luna "en cuarto mangante". Es el Charolito el hijo del arrabal y la imagen de otro Madrid posible e imposible en las riberas de la autopista, donde los tejados de uralita y los ladrones de cobre se agolpan en las difíciles geografías del extrarradio.

El Charolito nos fascina por su verdad, pues ya advierte Montero Glez que la narrativa en torno a la pobreza atrae "a las clases ociosas" y a los "malos novelistas".

Es casi verano siempre en Sed de champán; las calles de Madrid irradian ese calor casi orgánico y asfixiante, podrido; esa canícula que se hace carne por la noche y que a Montero Glez le evoca machaconamente el aliento "de un perro moribundo". El tiempo de la novela, por el propio bochorno, se adensa y se confunde aparentemente. Sabe el autor usar las diversas voces del protagonistas para introducir al lector en un romance en el que como en Lorca hay gitanos y ensueño, coñac y rosas, una fragua en la noche y una ristra de navajas escondidas.

El verano o el pre verano en Montero Glez ( y no sólo en Sed de champán, canon de sí mismo) son la constante de su narrativa. Sus personajes siempre están de vuelta, y el Charolito, con el calor, camina irremediablemente hacia un fin que conoce. Muerte y calor, verano y venganza, jindama y calima. Qué tendrá el calor "que igual que de costumbre se nos había adelantado". "Cuánto calor, 'suprimo'", que "hasta los termómetros de la ciudad sudaban". El calor adelanta la podredumbre y saca a relucir las pulsiones de vida y muerte.

Vemos en el Charolito, al trasluz de un Madrid que arde, un retrato fieramente humano del desclasado que tiene "hambre de oro y sed de champan" (Pedro Luis de Gálvez). El Charolito y Montero Glez son los cicerone de ese submundo matritense que hay "por la carretera de Vallecas a Villaverde, desde el desvío de la Emecuarenta a la altura de Mercamadrid": ese "desordenado conjunto de lata y basura".

El Charolito es hijo de la sangre de mezclas, pero también del fato. Dialoga, como Machado, con un hombre que siempre va consigo: pero el Charolito sólo "se fiaba de su polla" y damos por hecho que no esperaba "hablar a Dios un día". El Charolito inventa voces, trastoca realidades que le gime a su Carmelilla.

Montero Glez dio en Sed de champán con la matemática mágica de una novela inclasificable: aliento lorquiano y fondo negrísimo. Catalogada de novela maldita, la propia intrahistoria del libro y sus vicisitudes nos dan ya la mitología de los márgenes en la que el autor mueve sus mejores metáforas.

El Charolito, maletilla de arreones, sabe que sus ojos no verán el Sur. Que el verano vendrá a sorprenderle lejos, muy lejos de la orilla. Por San Isidro sería…

@jesusNjurado

Dos preguntas rápidas a Montero Glez.

¿Qué recuerda de la escritura de Sed de champán?
Iba a ser mi primera novela y, a su vez, estaba siendo la última mientras la escribía, en Madrid, en el barrio de Cuatro Caminos. "Triunfaré, seré una sombra prestigiosa". Así tableteaba el teclado lo más parecido a una metralleta Thompson.

Va a hacer veinte años que la escribí, durante un verano de calor en el que me pasaba las noches dándole a la tecla. Los días me los pasaba leyendo a Scott Fitzgerald, a Brecht, y escuchando interpretaciones de Kurt Weill, como la que le llevó a Rubén Blades a viajar con Mack the Knife hasta el Caribe y convertirlo en Pedro Navaja.

Con el tiempo me daría cuenta de la deuda que tiene el Charolito con Mack the Knife y con el gran Gatsby. Con el tiempo y con la llegada del editor que todo autor sueña, me refiero a Mario Muchnik, que llevaría al Charolito del barro a las estrellas.

¿Qué queda hoy de este libro?
Algunos críticos, en los últimos tiempos, me echan en cara que ya no escribo igual que cuando escribí Sed de champán. Son los mismos que cuando salió el libro callaron. Con todo, Sed de champán tuvo buena acogida crítica. Conservo como oro en paño la que hizo Ricardo Senabre en las páginas de esta revista.