Ottessa Moshfegh (Boston, 1981), estadounidense de madre croata y padre iraní, se ha convertido con un puñado de corrosivas obras en la brillante testigo de la descomposición de la “otra America”, la de la jungla de los rechazados, acomplejados y marginados. Sus relatos, publicados en The New Yorker y Granta, han recibido los premios más codiciados.
Con su segunda novela, Mi nombre era Eileen (Alfaguara) recibió el Premio PEN/ Hemingway al mejor debut en 2016 y fue finalista del Man Booker Prize ese mismo año. Dwight Garner, del The New York Times, define así el impacto que causa su lectura: “Probar sus frases es como ver a alguien sonreír con la boca llena de sangre”.
En la colección de relatos Nostalgia de otro mundo los protagonistas y sus comparsas están envueltos en una trabajada pátina de sordidez. Seres inestables, marginados, arrojados por la corriente a tugurios de mal vivir y a estados mentales depresivos. Ottessa los lleva al límite del ridículo, bañados en humor negro y un lenguaje crudo, que resulta repugnante para sus detractores.
Episodios memorables, como el hombre acosador de la nueva vecina. Personas frustradas en una vida sin salida: la profesora de barrio borracha; el cuidador de discapacitados a quienes quiere llevar a un local de chicas picantes; el joven desastroso y granujiento, de la estirpe del Ignatius Reilly, de Kennedy Toole; el aspirante a actor varado en Los Ángeles, en brazos de una apolillada patrona; o el matrimonio burgués envuelto en una historia de prostitutos playeros. Una humanidad destruida moralmente, preocupada por el deterioro corporal, en un limbo derrotista con un remotísimo atisbo de algún cambio.
Ottessa es lectora confesa de Bukowski. La impresión de inminente catástrofe, de asfixiante mediocridad en sus historias tiene bastante en común con algunos autores del “realismo sucio” norteamericano de los 80. Coinciden la vulgaridad, la desintegración y la exclusión social, aunque la marginación en las historias de Moshfegh es más patética y desoladora. Pero si algunos personajes de Raymond Carver eran obreros de las capas sociales más bajas, los de la escritora viven en los márgenes, vagabundeando, con trabajos a salto de mata, en un mundo que los ha derrotado.
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Se considera a Moshfegh representante de la moderna slacker fiction, de difícil traducción. Aunque slacker significa vago, podríamos hablar de literatura de los inadaptados, una viejísima tradición que en nuestra caótica época cobra nueva fuerza. En la novela de Ottessa Moshfegh Mi año de descanso y relajación la anti-heroína quiere desaparecer durante un tiempo, mediante todo tipo de sustancias adormecedoras. En el relato final de Nostalgia de este mundo, Urzula, la niña protagonista de “Un lugar mejor”, cree que hay un mundo anterior al que quiere volver: “Algunas noches odio tanto estar aquí que tiemblo y sudo y mi hermano me sujeta para que no empiece a dar patadas a las paredes”.
Pese a que las historias son despiadadas, y para cierto público, desagradables, esa Norteamérica de parias blancos que no encajan en ningún sitio, viviendo de los desechos de la fiesta, es un submundo real. Con mucho talento y una subterránea compasión, Ottessa Moshfegh pone un foco brutal en ese enjambre de seres en desintegración.
Moshfegh y el realismo sucio
La prestigiosa revista británica Granta, que puso en circulación el término de dirty realism, aclama a la escritora de Boston como uno de los grandes talentos de la literatura actual. Precisamente fue el editor de Granta, Bill Bufford, quién en 1983 definió el llamado “realismo sucio”, un género que venía de mucho más atrás: “Tragedias baratas sobre personas que miran la televisión durante el día (…), vagabundos en un mundo repleto de comida basura. Los detritos humanos de la cultura de consumo desenfrenado del capitalismo”.