Ottessa Moshfegh. Foto: Krystal Griffiths
Dice John Banville que la última novela de Ottessa Moshfegh (Boston, 1981), a su vez, la penúltima promesa de la siempre efervescente y epatante joven literatura norteamericana, tiene el aspecto que habría tenido el vástago literario de una improbable y fatal unión entre el siempre malvado Jim Thompson y la siempre retorcida Patricia Highsmith, y no le falta razón.Lo que construye Moshfegh en esta pieza de cámara en la que el oscuro corazón de América que se exhibe en todo lo que toca Donald Ray Pollock, incluidas las señoritas que van a todas partes con el bolso atestado de varitas de pescado, se cruza con el Alfred Hitchcock obsesionado con mujeres esplendorosamente atractivas, mujeres magnéticas, mujeres capaces de lo mejor que, sin embargo, parecen decididas a dar siempre lo peor, mujeres perdición que, cómo no, podrían llamarse Rebecca, y apellidarse Saint John, como es el caso, es una obra maestra de lo que podríamos considerar post-noir, la clase de post-noir que Thompson tejió en 1.280 almas, o, por qué no, en El asesino dentro de mí.
Es decir, la clase de post-noir que no necesita de caso, que es el caso, porque ante los ojos del lector, que sigue, hipnótico, a una electrizante (y profundamente nihilista) voz narrativa, una primera persona que no duda en hablar de todo aquello que podría destruir, todo aquello que podría descuartizar, se crea el caso.
Eileen Dunlop es una chica aburrida de no tener nada mejor que hacer que conseguirle ginebra a su padre -cada maldito día- y de tomar los datos de cada nuevo delincuente juvenil que ingresa en el centro de menores para el que trabaja como secretaria. Un centro de menores, una "cárcel para niños" como prefiere considerarlo ella, al que llama Moorehead en honor al espantoso casero que tendrá años después, Delvin Moorehead. Porque sí, hay un más tarde. Pero el lector sabe desde el principio que algo horrible sucedió en algún momento. Algo que hizo que ella desapareciera. Y ese algo tiene que ver con otra mujer, la tal Rebecca Saint John. Una aparentemente encantadora educadora recién contratada por el alcaide del centro de menores.
Y se diría que una delgada línea de monstruosa desorientación existencial, de inseguridad juvenil no resuelta, de deslumbramiento femenino, une la novela de Moshfegh con, permitámonos el cambio de registro, Las chicas de Emma Cline, y toda ficción que se sumerja en aquello que una chica puede llegar a significar para otra chica.
En su millonario debut, Cline conjuraba fantasmas del pasado y utilizaba a Susan Atkins, una de las chicas del clan de Charles Manson para crear a la magnética Suzanne, el personaje que lleva a la perdición a Evie, la protagonista, una chica que sólo quiere ser aceptada, y admirada, de la manera en que sólo otra chica puede admirarla, porque sólo con su apoyo se sentirá completa, será, de una vez por todas, ella misma.
Pues bien, eso es exactamente lo que ocurre con Eileen: que no ha sido más que pedazos desordenados de sí misma, hasta que se cruza con Rebecca. Rebecca es todo aquello con lo que Eileen siempre ha soñado: una amiga. Alguien que, pese a parecer provenir de otro planeta, un planeta en el que la inseguridad no existe y en el que todo puede ser divertido, la acepta. Acepta a una sociópata que viste la ropa de su madre muerta. Pero, ¿de veras lo hace?
Para resolver el misterio habrá que enfundarse las botas de nieve de Eileen -esa es la sensación que se tiene mientras se lee, que se está ahí, con ella, respirando monóxido de carbono mientras conduce su coche, el del tubo de escape estropeado- y recorrer el helado manto de X-ville, la ciudad sin nombre que está en algún lugar entre Boston y Nueva York, y vérselas con la sensación de que, como dejó dicho Patrick Bateman, las salidas no existen. Moshfegh ha construido la pesadilla noir perfecta. La clase de pesadilla que no querrías que acabara nunca. Si es que esa clase de pesadilla existe.