Publicado en Francia el 7 de enero pasado, Anéantir fue considerado de inmediato como el libro del año, aunque parte de la crítica gala advirtió de los trucos de la novela, de su manierismo y aspecto deslavazado, y de su engañosa sencillez. O sea, que estamos ante Michel Houellebecq (Saint-Pierre, isla de La Reunión, 1958) en estado puro, a vueltas una vez más con el caos, el amor y la muerte.
Pero dio igual: después de los tres años transcurridos tras el éxito de Serotonina (Anagrama, 2019), que la mayor estrella literaria europea volviera a la acción ya era el acontecimiento que lo justificaba todo. Que lo hiciera además con un aparente thriller que acaba derivando en una esperanzada reivindicación del amor, y que su protagonista, Paul Raison, fuese asesor de un futuro presidente muy parecido a Emmanuel Macron, actuó para los lectores como un imán.
Si a eso añadimos que el padre del protagonista, exresponsable de los servicios de inteligencia del país, ha sufrido un ictus y está en estado vegetativo, y que hasta el matrimonio de Paul está al borde de la disolución, encontraremos algunas de las razones que han seducido a los lectores galos y excitado la ansiedad de todos los letraheridos, ansiosos por embarcarse en las más de seiscientas páginas de la versión en castellano de la novela (la francesa, de lujo y editada por Flammarion, tiene setecientas treinta y seis).
Alérgico a las entrevistas desde hace años, Houellebecq es tan capaz de esconderse y huir del país para no responder ninguna pregunta sobre su obra como de plantarse una tarde de abril en Madrid y citarse de manera sorprendente con un periodista que le pidió tiempo atrás verse con él. El afortunado, Daniel Ramírez, de El Español, acabó compartiendo con el narrador empanadas de solomillo, pulpo a la gallega y confidencias tan controvertidas como siempre (“los franceses son tremendamente difíciles de comprender. Y lo digo yo, que soy francés”; “la democracia representativa no funciona en absoluto”; “la izquierda se ha suicidado”...).
En realidad, quien haya visto alguna de sus entrevistas en las redes comprende de inmediato el reto que supone mantener una charla fluida con Houellebecq: en todas se muestra tímido y desconfiado, aburrido también, sin que parezca importarle demasiado la fluidez de la conversación, la incomodidad del periodista o la coherencia de sus respuestas.
Los sueños y la ficción
Con todo, y a pesar su alergia a los medios, el 2 de enero, es decir, cinco días antes de que apareciera la novela, Michel, el esquivo, concedió una única y extensa entrevista a Jean Birnbaum, editor de Le Monde des Livres, en la que sobre todo le habló de sus sueños, de los que, por otra parte, la novela va sobrada. Como escribe Birnbaum, de hecho “su libro, un thriller político que se convierte en meditación metafísica, está lleno de sueños. Página tras página, nos adentramos en las aventuras oníricas del protagonista”, para señalar a continuación cómo eso, los sueños, estaban ya en otras novelas del escritor, como Las partículas elementales y Serotonina, pero no de forma tan sistemática.
La respuesta de Houellebecq es contundente: “A mí no me interesa demasiado Freud [...], pero sí me apasionan los sueños, y me siento muy feliz por haber incluido tantos en Aniquilación. El sueño está en el origen de toda actividad ficcional. [...] Escribo cuando me despierto. [...] Tengo que escribir antes de bañarme; en general, en cuanto nos hemos lavado todo se acaba, ya no servimos para nada”.
El encuentro, que se desarrolló en el estudio donde escribió la novela, durará tres horas y transcurrirá, según el periodista, en un ambiente más alegre de lo esperado, con una botella de vino blanco que el novelista agita “como un sonajero” y entre volutas de humo, olor a nicotina y ceniceros atestados de las colillas de los cigarros que el autor apura sin descanso.
A Le Monde, Houellebecq hace declaraciones tan sorprendentes como: “soy una puta, escribo para obtener aplausos. No por dinero, sino para ser amada, admirada, así que no tomes la palabra puta de forma negativa”. Y una declaración aún más asombrosa, en la que, frente a la fascinación tan generalizada en la cultura europea por el mal y la transgresión, reivindica los valores positivos del ser humano en la narrativa: “Creo que la mejor literatura se hace con los mejores sentimientos”. A lo largo de la charla, comparten alegrías infantiles, historias soñadas, impulsos poéticos, para atrapar a los lectores ansiosos por conocer la última pirueta del que en Francia consideran una suerte de dandi insolente y reaccionario.
El cuñado francés
Tan idolatrado como detestado por sus opiniones, en las que se retrata como un populista misógino y xenófobo, en Francia se le ha llegado a tratar incluso de beauf, de “cuñado”, por proferir en sus escritos, ensayos y novelas, un buen puñado de opiniones banales sobre todo con más audacia que rigor, solo por epatar, por molestar al lector. Así, fue capaz de elogiar a Donald Trump y el Brexit (“Lo único que lamenté es que, de nuevo, los ingleses se mostrasen más valientes que nosotros ante el Imperio”), de cuestionar la democracia y la Unión Europea, de atacar al feminismo y defender la prostitución, la homofobia o el machismo, y de burlarse de la ecología sostenible...
Y pese al personaje en que se ha convertido, a veces profeta, a veces bufón, ha recibido la Legión de Honor de manos del presidente Macron, y el premio Goncourt en 2010 por El mapa y el territorio, pero dice seguir precisando de los demás y de los personajes de sus novelas para comprenderse. “Cada ser humano es algo extraño en sí mismo, el mayor motivo de asombro. Si quiero conocerme a mí mismo, necesito los ojos de los demás”, le dijo al periodista de Le Monde, al que también le habló de la muerte en estos tiempos descreídos, de la necesidad de olvidar los arrepentimientos y de lo difícil que le resulta escribir una novela, “porque es un calvario físico, vivir mucho tiempo al lado de un personaje”.
Comparado con Honoré de Balzac, Albert Camus, Louis-Ferdinand Céline y Georges Perec, que, por cierto, nada tienen que ver entre sí, en Houellebecq resulta desconcertante hasta su verdadero nombre, Michel Thomas, y que su seudónimo sea un homenaje a su abuela paterna, que fue quien lo crio porque sus padres, un instructor de esquí y una enfermera franco-argelina, se desentendieron de él para recorrer África en un Citroën. Ni siquiera su fecha de nacimiento es segura, ya que su madre decidió envejecer su partida de nacimiento dos años porque pensaba que tenía mucho talento, por lo que habría nacido en 1958 y no en el 56, como se creyó durante décadas.
Aunque se había anunciado que Aniquilación aparecería en España a finales de agosto, Anagrama lo lanza el próximo miércoles en un nuevo capítulo de esa complicidad que comenzó en 1994 con Ampliación del campo de batalla, su primera novela. Como desveló hace meses Jorge Herralde, su editor español, en una entrevista con El Cultural, en realidad él la publicó sin leerla, solo porque la editaba Maurice Nadeau en su exquisito sello.
“Sí, para mí que a un autor le publicara Nadeau significaba que era bueno por narices, así que cuando apostó por la primera novela de un desconocidísimo autor joven, hablé con él y la publiqué, y ahí empezó el caso de este escritor que es el más vendido de Francia, el más impertinente, el más reconsagrado”. Tras Ampliación vendría Las partículas elementales (1998, Anagrama 1999), que fue la novela que le consagró y que consolidó una carrera de éxitos constantes, lejos, eso sí, de cualquier aniquilación.