Michel Houellebecq. Foto: Philippe Matsas

Traducción de Jaime Zulaika. Anagrama. Barcelona, 2019. 282 páginas, 19,90 €

Si a cada época le corresponde una imagen que refleja su visión del mundo, nuestro tiempo -me temo- será recordado por los antidepresivos. La tristeza patológica no es un fenómeno marginal, sino una epidemia que cada vez se cobra más víctimas. Con una larga y dolorosa experiencia en los abismos de la depresión, Michel Houellebecq (Saint-Pierre, Isla de La Reunión, 1956) ha creado en su última novela un personaje que vive encadenado al Captorix, un antidepresivo de última generación que aumenta los niveles de serotonina en el cerebro. El Captorix no es un simple fármaco. Para Florent-Claude Labrouste, protagonista de Serotonina, constituye la última línea de defensa de una frágil cordura zarandeada por el fracaso sentimental, la impotencia sexual, las fantasías homicidas y las tentaciones suicidas. Con 46 años, Labrouste ha naufragado en todas sus aventuras. Sus romances siempre han acabado mal. A veces por culpa de sus infidelidades; otras, por la deslealtad de sus parejas. Nunca ha deseado tener hijos y su trabajo como experto en explotaciones agrícolas y ganaderas sólo le produce hastío y repugnancia. Disfruta de un buen sueldo y de una discreta herencia, pero su vida es un viaje hacia ninguna parte.



Labrouste se parece al Meursault de Camus. Es un hombre hueco, sin raíces ni creencias. No sigue ningún código ético, lo cual le permite ser testigo del abuso sexual de una menor sin intervenir, ni comunicárselo a las autoridades. No se respeta a sí mismo, ni a los demás. No conoce la autoestima, ni la compasión por el dolor ajeno. Sólo siente lástima de sí mismo. Misógino y egoísta, acaricia la idea de asesinar con un rifle de precisión a un niño de cuatro años, hijo de Camille, una de sus antiguas amantes, pero su nihilismo no es tan feroz como el de Meursault. Admite que sólo es "un gallina inconsistente", un pusilánime sin convicciones y con miedo al compromiso. Su credo se reduce a dos compulsiones: el placer sexual y la nicotina. No le importa nada más. Su frustración se ha disparado por la disfunción eréctil provocada por el Captorix. Sufre y quiere vengarse. Saber que su Mercedes 4 x 4 diésel contribuye al deterioro del ozono le produce una secreta satisfacción. Sabotear el reciclado de basura, mezclando deliberadamente vidrio, cartón y residuos orgánicos, no le resulta menos gratificante. Se enorgullece de su incivismo. La palabra "feminicidio" le inspira risa. Considera que suena a "insecticida o raticida". Cuando ve a una mujer, sólo se fija en sus zonas erógenas. No le inquieta ser obsceno. A fin de cuentas, vive en la época de la pornografía, donde la mujer sólo es carne, mercancía.



Serotonina

El lenguaje grosero y provocativo de Labrouste contrasta con su anhelo de ser amado, lo cual insinúa que toda su existencia sólo es una impostura. De hecho, envidia a sus padres, con "un grado de comunicación ciertamente asombroso". Ahora que se acerca a los cincuenta años, sospecha que ha desperdiciado la vida con sus cambios continuos de pareja. Su búsqueda de un placer breve e efímero ha desembocado en un espantoso vacío. No encuentra ninguna razón para vivir. El suicidio parece una buena opción, pero se da una tregua, realizando un viaje que incluye cortas estancias en Almería, París y Normandía. Labrouste es una especie de Ulises que busca un hogar inexistente. El final de su peripecia no conduce al reencuentro con el ser amado, sino a una devastadora soledad. Durante su paso por Normandía, hace un alto en casa de su amigo Aymeric, un pequeño aristócrata que intenta sobrevivir con una granja de vacas. Las bajadas sucesivas del precio de la leche impuestas por la Unión Europea le han colocado al borde de la ruina. Abandonado por su mujer, Aymeric está tan condenado como Labrouste. La historia conspira contra su futuro. En un mundo globalizado y con escasez de valores, no hay espacio para los nostálgicos del pasado.



Labrouste no es un idiota. La felicidad le parece "un ensueño antiguo", algo que tiende a desaparecer de Occidente, donde ya nadie se pregunta por el sentido último de la vida. Ya no se busca al otro. Se huye su compañía para recluirse en un apartamento. El marxismo parecía una utopía, pero sólo produjo miseria física y moral, y la economía de mercado, a pesar de crear riqueza, fomenta la desigualdad y la división social. Se rinde culto a nuevos ídolos: las drogas de diseño, la pornografía, el consumo, el individualismo. En ese escenario, "habría sido preferible no nacer". El viaje de Labrouste, moderno y patético Ulises, se aproxima a su destino: la nada. Ni siquiera la lectura de Thomas Mann y Proust puede evitar el descalabro final. Ambos escritores, grandes clásicos del siglo XX, exaltan el encanto húmedo de las "muchachas en flor", situándolo por encima del bien y la belleza. Sólo el grito de Ian Gillan, vocalista de Deep Purple, en la mítica "Child in Time", proporciona un simulacro de eternidad.



Esta novela es la crónica de una decadencia y una advertencia. El ser humano no puede vivir sin creer en algo
Labrouste, inmoral en sus actos, reflexiona como un moralista: el mundo es "implacable con los débiles" y "nunca cumple sus promesas". Pese a todo, "el amor seguía siendo lo único en lo que todavía se podía, quizás, tener fe". El frenesí sexual del Marqués de Sade finge ser un absoluto, pero sólo acarrea confusión y desamparo. ¿Se puede decir que Labrouste es Houellebecq? Todo indica que sí. Al igual que Houellebecq, Labrouste lamenta no formar parte de una comunidad y no concibe otra posibilidad que cobijarse bajo el paraguas de la tradición cristiana. Aunque acuse a Dios de ser "un mal guionista", intuye que "se ocupa de nosotros". No somos simple biología. Nuestra capacidad para apreciar el bien y la belleza no puede explicarse mediante leyes evolutivas. Cristo se sacrificó por todos, pero ¿realmente lo merecemos? "Se diría que sí", concluye.



Serotonina es una novela demoledora, pero en su oscuridad titila la esperanza, rebelándose contra la idea de un mundo sin Dios. Houellebecq es un autor de indudable genio, pese a sus limitaciones. Su prosa no está a la altura de los grandes clásicos. Sus tramas no son ejercicios de precisión. Sus personajes son variaciones de un mismo tipo: hombres de mediana edad, cínicos, infelices y desencantados. Dicho de otro modo: su literatura es un pleonasmo de un yo neurótico que no cesa de interrogarse sobre su circunstancia y su destino. Creo que ahí reside su mayor mérito y la razón de su éxito. Es evidente que su mundo mantiene un estrecho parentesco con el cine de Woody Allen, otro creador polémico y maldito.



No es un secreto que Houellebecq se ha acercado a la fe católica, asistiendo a misa con cierta regularidad. De hecho, ha sostenido que sólo la iglesia católica podría mantener la identidad europea en un horizonte de nihilismo y multiculturalidad. No obstante, su escepticismo es más fuerte que su deseo de creer. Woody Allen declaró hace unos años que ser ateo le condenaba a "llevar una vida triste y sin esperanza". Afectado por la misma tribulación, Houellebecq se inclina ante el único dios que tolera la civilización occidental: el panteón farmacológico. Serotonina es la crónica de una decadencia y una advertencia. El ser humano no puede vivir sin creer en algo. Cuando se marchan los dioses, acuden los demonios. Algunos ya están entre nosotros, agitando banderas que parecían condenadas al olvido.



@Rafael_Narbona