Michel Houellebecq en La Térmica de Málaga
El autor de Las partículas elementales y Sumisión visita Málaga para participar como estrella en la Noche de los Libros y hablar de un tema ciertamente jugoso: la religión en sus novelas.
Después de un libro como Sumisión (Anagrama), publicado hace dos años -en el que imaginaba un futuro próximo en el que un musulmán ocupaba el Elíseo y la doctrina de Mahoma se convertía en oficial en Francia, lo que ha motivado que el escritor vaya con guardaespaldas por la vida-, gran parte de la expectación consistía en saber si el egregio autor de Las partículas elementales (1998) y Plataforma (2001) diría la palabra maldita como aquello del niño que dijo puta. A dos días de la primera vuelta de las elecciones francesas, en las que Marine Le Pen ha pasado a la segunda vuelta con más del 20% de los votos, la cosa estaba que ardía. Y lo dijo, dijo Islam. Varias veces incluso.
Entrevistado por su biógrafa, Agathe Novak-Lechevalier, Houellebecq, ese hombre que ha dicho en The Guardian que probablemente es "islamófobo", se defendió a sí mismo: "Las religiones a veces son ridículas. También es divertido burlarse del comunismo pero no tanto. Siempre es excitante atacar lo sagrado. Atacar a Dios siempre es un riesgo, pero es divertido". Entre la boutade y la carga de profundidad, el propio Houellebecq ha convertido el nihilismo nietzscheano (sin su vitalismo) en una forma de arte contemporáneo que, en su caso, se combina con arrebatos místicos. "Es un derecho atacar la religión", defendió, imperturbable como un Buster Keaton, manoseando un cigarrillo electrónico. "Sin entrar en si soy islamófobo o no, lo cierto es que tengo derecho a defenderme de esas acusaciones". Tan absorto estaba, que ni se inmutó con el abandono masivo del público durante toda la conferencia.
El Islam, de hecho, fue el centro de varias de las reflexiones del ganador del Goncourt: "A mediados de los años 90 había una emisión de radio muy popular entre los jóvenes", explicó el autor, "y con frecuencia se ofrecían programas sobre los problemas de los banlieues (suburbios habitados mayoritariamente por inmigrantes), esto se puede encontrar en internet. Podías escuchar un programa de una hora sin que hubiera una sola mención al Islam. Esto es espectacular. Ahora mismo no se habla más que de esto". Y continuó atacando: "El Islam es mucho más preciso políticamente que el Cristianismo. El Islam habla de cuál tiene que ser la dote en el matrimonio o de hipotecas. Es una religión con un claro componente político".
De pequeño, cuenta el autor, le intrigaba especialmente el asunto del "silencio de Dios". Interesado por la metafísica, creció con unos padres anticlericales pero le angustiaba la contradicción entre la existencia de un Dios cristiano y los incontables padecimientos e injusticias del mundo, un asunto que ya trató extensamente un escéptico, no tan radical, desde luego, como Albert Camus. Ese "silencio de Dios" arranca con la contradicción viviente que arrastra el novelista y toda su obra. Houellebecq y sus personajes no creen en Dios, pero no extraen ningún gozo de ello como suponía Nietzsche, sino que padecen.
Porque el novelista es tanto ese bon vivant amante de los placeres, como pudimos comprobar en la delirante película El secuestro de Michel Houellebecq, donde daba fe de su afición por el vino y las prostitutas muy jóvenes, como aquel que sufre a la manera shopenhaueriana por el sinsentido del mundo pero acaba decepcionado por la sensualidad y la libertad occidental, como vemos en Ampliación del campo de batalla (1994) y Las partículas elementales. En un mundo sin Dios en el que las drogas y el sexo tampoco logran dar un sentido a la vida, solo queda el vacío. Y Houellebecq se ve a sí mismo como el imprescindible notario de la constatación del fracaso colectivo que resume en su propio fracaso personal: "He intentado conectar con la fe y no lo he conseguido. Ese fracaso me convierte en un escritor del nihilismo, del miedo al nihilismo en el sentido nitzscheano".
Porque entre Apolo y Dionisio, Houellebecq acaba llegando a la conclusión de que en realidad ambos conducen al mismo insondable y trágico vacío. Houellebecq no solo sufre, se le nota. "La fe es como una droga. Me pasa como cuando voy a misa. Siento como una revelación y en cuanto salgo, desaparece. Con la droga me pasa igual, el efecto acaba desapareciendo". Y lo que queda es el propio Houellebecq, ese hombre que, como decía Woody Allen de sí mismo, siempre da la impresión de querer estar en otra parte.
Porque el propio Houellebecq ve algo de católico en su creencia de que un mundo sin Dios es insoportable: "Si soy un escritor católico es solo en la medida en que presento el horror de un mundo sin Dios". Sin duda la antítesis de ese Nietzsche que veía precisamente en la muerte de Dios el paso definitivo para la liberación de la humanidad. "No creo mucho en Nietzsche. Su oposición de rivalizar con Cristo me parece una locura y Dionisio tampoco me convence como Dios". De una manera u otra, lo que parece decir todo el rato Houellebecq es que el hombre es más infeliz sin Dios que con él, nos guste o no. Porque Dios sigue vivo y coleando: "He leído el libro Decadencia de Michel Onfray y él mismo reconoce que se equivocó al diagnosticar que las religiones perderían importancia. El empuje de las religiones es algo evidente en todas partes".
Y hablando del positivista del siglo XIX Auguste Comte, Houellebecq va más allá: "Tuvo la claridad de ver que después de la revolución francesa la religión seguiría siendo necesaria para la supervivencia del país. En ese momento había quien pensaba que la ciencia haría innecesaria la religión pero Comte se dio cuenta de que no sería así. Ese fenómeno religioso expresado a través del positivismo me influyó cuando escribí Las partículas elementales".
Sin duda, una conferencia de Michel Houellebecq no es lo más divertido del mundo. El escritor habla con un hilo de voz y da la impresión de que le importa un bledo el público, aunque al final firmó libros a quien se lo pidió. Se produjo un fenómeno extraño, mientras por una parte había una cola kilométrica para entrar a ver a la celebridad, la sala se fue vaciando de manera espectacular con lo que por momentos parecía una huida en masa. Si ya el asunto era difícil de seguir, el desfile constante de abandonos, algunos muy dignos, no lo puso mucho más fácil. Hubo un osado asistente que incluso se acercó al borde del escenario y le dedicó una completa sesión de fotos, selfie incluido, al escritor con su móvil.
Con una asistencia de más de nueve mil personas, la Térmica de Málaga se quedó pequeña para un evento que los libreros, que hicieron caja, saludaron como una bendición y que también contó con la participación de James Rhodes, Fernando Aramburu, Luisgé Martín o Miqui Otero. Con una organización caótica y por momentos de una soberbia un tanto insólita, la Noche de los Libros malagueña es una excelente iniciativa necesitada de un centro más claro sobre el que gravitar y una mejora logística. Esos nueve mil lectores sin duda fueron los grandes protagonistas.
@juansarda